Los muertos no tienen que preocuparse por los dientes, y menos por los muertos

Con una de mis paletas partidas –un incisivo frontal debería decir– salgo por París. Oh la la, soy la Chilindrina. Voy al odontólogo. El Dr. Bismuth habla mucho; me explica, mientras estoy con la boca abierta y la luz del techo me da de lleno en la cara, la diferencia entre la electricidad de 110v y la de 220v. Al final, me pasa un espejo para que vea su trabajo, y me siento Lisa Simpson en esa escena en que un odontólogo asustado le alcanza un espejo para que vea lo monstruosa que quedó con el modelo medieval de ortodoncia que pueden pagarle sin la cobertura médica.

Para festejar mi flamante diente, paseo por los alrededores. Estoy en el 16º arrondissement, el barrio donde vivió Benjamin Franklin, donde Balzac tenía una casa a la que sólo se podía entrar si se conocía la palabra clave, y donde Rousseau leyó para su público la segunda parte de sus Confesiones. Demasiado distinguido para mí, un extranjero miserable.

Freno en una cuadra donde las fachadas son todas iguales, como si fueran la escenografía de un estudio de cine. Hay silencio. Los balcones de esas casas lujosas tienen malvones, flores rústicas capaces de resistir hasta el invierno parisino. Pienso: mi mamá amaba los malvones. Entonces París, lo que están viendo mis ojos, el presente, queda pegado a un fantasma. También había malvones en el patio de mi abuela, metidos en ollas viejas que hacían de macetas. Otro fantasma. ¿Por qué me paso el tiempo uniendo cosas vivas con muertos? Veo a mi papá en extraños, solamente por una cabeza canosa, por unos anteojos, por una estatura. O aparece cuando veo el motor de un auto, porque él se pasó su vida metido en las entrañas de esas máquinas. Los sombreros de señor me llevan a la coquetería de mi abuelo. Me dije muchas veces que tengo que dejar de hablar de los muertos, basta, hasta yo estoy cansado de hablar siempre de lo mismo. Pero me consuelo diciéndome que uno escribe lo que puede. Y cuando quiero escribir sobre la vida, salgo a la calle y los testigos de Jehová me dan un folleto que dice: “¿Es posible que los muertos vuelvan a vivir?”, con la imagen de dos padres tristes y abrazados en un living irreal frente a las fotos de una hija muerta.

Detrás de mi manía hay una relación con el tiempo. Como si sólo fuera realmente valioso lo que ya desapareció. Por eso soy capaz de sentir nostalgia por cosas que pasaron media hora antes, como si las arrastrara hace años. Cuando resucito a los muertos, creo que caigo en ese aforismo que Arthur Schnitzler anotó en un cuadernito: “La falsificación de un recuerdo es la venganza impotente que le cobra nuestra memoria al carácter irrevocable de todo lo que pasó”.

Tengo un sueño repetido: hablo de cualquier cosa con alguien que ya se murió y mientras lo veo hablar sé que esa persona no sabe que está muerta. Al mismo tiempo que no puedo creer estar hablando otra vez con ella, tengo la incomodidad constante de tener que decírselo. Al final nunca se lo digo, porque prefiero que no lo sepa o porque es solamente un sueño.

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