Para Guille Moro, por la escucha

y las iluminaciones, de entonces y de hoy

Por Guillermo Munné

El relumbre inquieto empieza en el rincón, se aferra a la bailaora, aprieta su vestido, la incendia con rojos y oscuridades. El relumbre sigue moviéndose hasta el otro costado, donde lo descubre a él, con su botella, su vino, en una mesa avara. Si observan debidamente, podrán darse cuenta de que el cantaor ya no puede seguir mirando a la bailaora. Otra vez está alejándose. En sus pupilas, bastante abiertas y muy quietas, es posible que vean cómo nuevamente se ha ido. Esta vez parece ser que hacia atrás. Está nadando en algunos de sus cantes, esos que tanta gente aplaudió. Está pensando en esa cantiña en la que les contaba a todos que ninguno es como los demás lo ven, que nadie sabe cómo seríamos si nos desnudáramos de estos cueros.

¿No ven que la guitarra no es de madera? ¿Cómo va a salir esa música de la madera? Presten atención al hueco de la guitarra. De ahí sale la música que nos entristece, del aire que está ahí, del aire de madrugada que la llena. Unas palmitas le revolotean en la oreja y ya ve, entonces, al gavilán que pretendía sus gallinas.

Cómo le había dolido desalarlo con una piedra. Era hermoso ese gavilán que cayó al suelo. Se sintió despedazado cuando se acercó a esa bestia que ya era tierra. De eso se acordaba cuando entraba por bulería en el cante sobre el patrón. Lo había hecho para hablar del rico que había juntado todas las tierras amontonando a los pobres alrededor del pueblo. En esa bulería, él, que nunca había tenido que escuchar a ese señor, le decía que era mucho más que miserable, que la nobleza sólo habitaba alrededor del pueblo, corte en la que nunca sería bienvenido. Esa bulería divirtió a muchas gentes y eso complicó las cosas.

Rápidamente le mandaron al payo de la guardia civil para ayudarlo a recapacitar. No se pase de listo, le dijo el payo. Si quiere ganar dinero, hágalo con esa alegría tan bonita que habla de la promesa y la mentira, pero sin meterse en problemas, se sintió seguro el payo diciéndolo. Claro que el cantaor contestó que los bastones no podían atrapar al aire de la madrugada. Cosa que el payo no entendió o que sí entendió, pero le habrá parecido de esos versos que por etéreos no ponen nerviosas a las gentes. Bastante más agresivo vino el cura. El cantaor trataba de generar desorden, enfrentando a quienes son hermanos. De ese modo lo acusó. Que él velaba por la paz de su grey y ningún Federico iba a perturbar la tranquila vida del pueblo. Con el cura fueron necesarios algunos gritos y la mención de cierta mujer para que terminara con sus sandeces. Desde entonces el cura guardaba silencio cuando le hablaban del cantaor. Esto de algún modo lo envalentonó.

Entonces cantó por soleá la muerte del señor atravesado por un cuchillo. En ese cante, él, que nunca había tenido un puñal como arma, metía entre las costillas del terrateniente un metal filoso e impasible. Ese cante no gustó tanto pero ningún mandón vino esta vez a molestarlo. Sucede que al mismo tiempo estaba pasando eso de la revuelta del otro lado de la montaña, esa revuelta que el cantaor había celebrado. Entonces ni el cura ni el otro payo querían ganarse odios en tiempos tan inciertos. De esa soleá, le gustaba especialmente el verso en que hablaba de la libertad que tenía en el pecho, tan suya como las estrellas que colgaban sobre su cabeza. Le gustaban también los cantes que hizo sobre los que se embarcan. Viajó con ellos a América, cayó más lejos, en China. También estuvo antes por Grecia y en Escocia decidió hacerse nieto, poniéndose la jota al medio. Por todo el mundo cantó. Los perdonaba con la risa a los que le pedían detalles sobre esos viajes. No ves cómo la falda de la bailaora te arroja fuera de este pueblo, fuera de esta época. Hace 79 años, justamente la edad que hoy le festejaron, que no sale del pueblo. Está tan lejos el otro pueblo. Todo lo suyo, con sus ausencias, está tan cerca, se dice con un poco de frío en los dedos.

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