Cómo medir el tiempo del olvido

Mercedes Bisordi. Foto: Tito Benedetto.

Una lectura detenida de "El tiempo que lleve olvidar", la primera novela de Mercedes Bisordi.

Buenas noticias. La editorial Alto Pogo (Buenos Aires) acaba de publicar, con total acierto y justicia, la primera novela de Mercedes Bisordi. La presentó en Rincón una noche que quienes estuvimos recordaremos como feliz. No es fácil decir mucho de El tiempo que lleve olvidar, hay que leerla y saber escucharla. No es una novela más.

Cuando empecé a leer los manuscritos tuve la sensación de entrar de golpe a un lugar plenamente desconocido, nítido y ajeno. Al rato iba desorientado, como Margarito arrastrando sus vientos y sus bártulos al costado de la ruta, con la memoria inundada y la certeza de ya no hay camino para salir del todo, para salir entero.

Leí en estos días los nombres Miguel Briante y Haroldo Conti. Entiendo la relación y no me parece forzada, pero sí un poco improductiva y quizás innecesaria. Tenemos por costumbre asimilar lo desconocido a partir de parámetros, esquemas y clasificaciones que aprendimos y fuimos construyendo; con lo cual, buscar antecedentes o precursores de esta novela  quizás sea un ejercicio necesario o inevitable para que, una vez ahí, en El tiempo que lleve olvidar, intentemos aferrarnos a algo, para leer, para subirnos a un tractor que nos sacude y sentir el motor como una música, oler el bañado y el frío, sentir el tiempo como una promesa, como lo único que existe fuera de ese rayo de luz que va despedazando la noche.

Cierto recaudo es necesario entonces, pero también (ojo la tosca), corremos el riesgo de hacer de ese mecanismo cognitivo un mero mecanismo de defensa, en un intento de amansar, aunque sea a palazos, este texto indómito, de puro miedo nomás. Conviene aguantar lo más posible su diferencia, su singularidad inquietante. El Tiempo que lleve olvidar es una novela bellísima y desafiante, y esto que digo, sin duda, también tiene un dejo de prudente exorcismo.

Kalimba sueña películas de amores suaves, había escrito yo en otro texto que se me borró, kalimba no escuchó los redondos, pero, como dije, insistimos en traducir todo a nosotros mismos. Esta novela, no. Catorce años tardó Kalimba en encontrar su nombre, pero la llaman la Karina o la Dalila o directamente le dicen puto, porque Kalimba no es un nombre, lógico. Azucena sí tiene nombre, pero usa el pelo corto y pantalón, anda calzada. A Azucena le dicen la alunada, la malanoche le dicen…

Rubito se apellida Cardozo pero solo hasta que el padre le dé su apellido nuevo, el de heredero, mientras tanto Rubito esquila ovejas y cuenta cuentos y cuenta ovejas, cuenta un cuento largo como esperanza de pobre que ya nadie escucha. La muerte es un vacío que se parece al hambre y se llena con versos y retazos, que vienen de lejos y de abajo, como un rumor y como un viento.

Hace poco vi una instalación: en el centro de una sala oscura, una caja grande con varios agujeros, desde los cuales se podían ver miniaturas, como micromundos iluminados. Cada uno de estos relatos que se van entretejiendo es como esos agujeros, como una entrada a un fragmento de novela o novela en miniatura en la que la voz narradora no sabe ni una migaja más ni una migaja menos que lo que cuenta. El tiempo que lleve olvidar es una y varias novelas. La diferencia con la caja es que no se puede ver de afuera, ni salir ileso, aunque nos sacudamos como perros mojados.

Entre que leí el manuscrito y el libro pasaron más de cuatro años, enseguida sentí que volvía a un lugar que se iba tornando familiar a la velocidad en que se recupera una lengua materna, o una canción de cuna. El tiempo que lleve olvidar para mí todavía no pasó y estoy seguro de que lo mismo le va pasar a cada persona que se le anime.

El viento viene, el viento se va, sin más razón, el tiempo nos lleva y el tiempo nos trae, como ese mate caliente y amargo que se ceba en silencio a la mañana, bajo el murmullo de un brasero que no podemos dejar de oír ni después de cerrar el libro, hagan la prueba.

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