Rulemán

En la historia de las locomotoras, ninguna otra debe haber sido más meada y cagada que la que da nombre al parque. Ahí, a un costado, con las torres gemelas de fondo, sigue ofreciendo su encanto nauseabundo, su presencia de hierro sin tiempo, como si la hubieran robado de un western y  dejado ahí para siempre.

El resto del parque también tiene lo suyo, una carreta que completa la imagen del lejano oeste, un tractor que ancla la fantasía en la pampa gringa, una calesita que, sin los paneles del centro, supo ser la más triste posible y la nave espacial que, en su momento de esplendor, realmente era un viaje futurista y pop.

Ahí, en la pista que rodea el parque, se corrió una descomunal carrera de carritos de rulemanes. Eran simples y efectivos, una tabla de madera y dos ejes también de madera, el de atrás fijo y el de adelante móvil, cuatro rulemanes como ruedas. Se manejaba sentado con los pies sobre el eje delantero, alguien tenía que empujar de atrás o arrastrar en bicicleta. 

Era excitante el ruido del metal en el asfalto, las chispas que se veían cuando oscurecía y la velocidad mortal en las calles que bajaban a la costanera. Un día vimos uno, al otro día tres, a la semana todos los pibes del barrio, de todas las edades y de todas las cuadras tenían uno, lo estaban armando o estaban desesperados. En todo el ferrocarril no había quedado ningún rulemán para robar y nosotros dábamos vueltas sin sentido, aturdidos por el omnipresente sonido de la nueva y única diversión.

Algunos padres, entusiastas o nostálgicos no tardaron en sumar su apoyo y los primeros carritos precarios fueron deslucidos por nuevos carros tuneados, con diseños sofisticados, rulemanes más grandes, asientos de todo tipo. No fue el caso de nuestros padres y seguíamos vagando sin rulemanes, lamentando cómo la mentada carrera se acercaba.

El mismo día de la carrera, el Fede apareció con uno y me ofreció acompañarlo (ya éramos socios en algunos otros emprendimientos como la colección de cajitas de cigarrillos). Era un modelo básico, como los primeros. Todo empezaba a parecerse a las películas yanquis baratas que veíamos en los 80.

La carrera fue multitudinaria y vistosa, un montón de carritos cada uno con sus adornos y chirimbolos. Había un grupo de padres autoconvocados que organizaban las carreras y administraban unos premios improvisados, entre los que recuerdo un pack de jugos Inca.

Nuestro modesto objetivo era no salir últimos, no sé si lo logramos. Unos cuantos no consiguieron carritos y se quedaron mirando con mala cara junto a las chicas relegadas a porristas. Al final, conforme a esas películas de mierda, los dos chicos más lindos y populares y pudientes ganaron el mayor premio y se los entregaron las chicas más lindas y todo el mundo estaba emocionado y dispuesto a irse lentamente comentando los sucesos, cuando un hecho lamentable opacó la fiesta. 

En el alboroto de la entrega de premios –que se hizo sobre la carreta– desapareció un carrito, uno de los más lujosos. Hubo gritos, amenazas, acusaciones, forcejeos y algún llanto. La mayoría estaba desconcertada, frustrada y furiosa. Unos pocos sabíamos que el carrito descansaba en la caldera de la locomotora, donde alguna vez hubo carbón ardiendo y ahora había soretes, meadas y algún forro usado.

La fiebre de los carritos se fue tan rápido como había llegado. Es probable que nunca hayan ido a rescatar el carrito ostentoso y de alguna forma todavía esté ahí, fundido en la mugre de los años.

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