El diario del lunes

Confetti apura el paso, como si una voz en su cabeza le susurrara que no pare, como si tratara de llegar antes de que la primavera envenene el aire pesado y dulce que nutre a las alergias que castigan el cuerpo. Confetti tiene miedo pero más que miedo ganas de mear, necesidad y urgencia.

Antes de cruzar la avenida, se saca los lentes empañados, los refriega un poco, cierra los ojos con todas sus fuerzas y se concentra en los talones golpeando el asfalto. Una mujer lo toma del brazo y lo acompaña hasta la vereda. Le pregunta si está bien y a dónde va y dónde vive. Confetti no sabe qué responder, agradece, se cierra el saco y apura el paso algo avergonzado. 

El café con leche, dios y la patria, piensa Confetti y se acaricia el pantalón seco que le dieron las señoras de la iglesia, enseguida vuelve la misma imagen de esa cocina y ese retrato, a la vez que una mosca piadosa revolotea en la tasa, Confetti sacude apenas su mano, se apoya en el respaldo y se deja entusiasmar por las conversaciones ajenas.

Sigue con la mirada a un muchacho que se acerca escuchando música, apenas lo ve, le hace una seña con los dedos en v pidiendo un cigarrillo. Lo fuma lentamente mirando el movimiento de la plaza y pateando a cada paloma que se acerca, siempre odió a esos bichos mugrientos pero el olor de una de las plantas que no sabe identificar, le devuelve en ráfagas recuerdos de un jardín y Confetti sonríe. 

La gente apura su paso conforme va oscureciendo, Confetti hace al revés, y mira apenas para un lado y el otro tratando de identificar algunos rasgos de esas caras borrosas que pasan como nubes. A veces imagina que alguien lo reconoce pero no logra imaginar qué pasa después y prefiere pensar en otra cosa. Por ejemplo, en las luces del parque que seguro ya se están encendiendo y que cuando lo cruce, el tito le va ofrecer un choripán de los de ayer y que  lo va a comer mirando los partidos y después, cuando pasen esos grupos de gente que caminan lento a la noche, va a elegir una mujer al azar y va jugar a adivinar a dónde va y de donde viene, quizás incluso la siga un rato.

Llega temprano a la estación y se acomoda cuidadosamente, el más chico de los Rojas le grita abuelo y lo saluda con una mano. Confetti se saca el saco y lo dobla, vuelve a leer su dirección en el documento y le parece que otra vez cambió el nombre de la calle, entonces lamenta haberse dejado la lista en el pantalón meado, resopla, se tapa con la manta y se queda quieto esperando que el sueño revuelva los detalles del día.

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