Cocinas

En la cocina de la casa de mis abuelos se cocinaba con gordura. De esos platos heredados siempre deseo el mondongo y la buseca, que se diferencian en el uso de porotos y cerdo, más grasa en uno, más caldo en la otra. Otro es el puchero con hueso caracú para untar con sal en el pan. Pero la sopa del puchero de gallina, con ojos dorados y amarillos, era mi plato preferido.

La intuición en la combinación de alimentos en la cocina la traigo de la mezcla de ancestros criollos, tobas, franceses e italianos. Hace poco leí que determinados gustos están escritos en el ADN. Mi sangre impura desea aceitunas, tomate, berenjena, albahaca, romero, salvia; pescados y frutos del mar; pescados del río. Soy capaz de comer pescado hasta en el desayuno, debo venir del agua. También tengo especial gusto por algunos elementos que preciaban mis abuelas en sus cocinas: paico, ruda, cáscara de naranja, malva; huevo con azúcar y vino tinto caliente, batidos; azúcar quemada. Lo quemado, en las comidas, la marca de las sartenes o las parrillas en los alimentos, aumenta el sabor de un alimento para mí.

Cuando estaba embarazada, mi mamá me hacía paté de hígado de vaca, por el hierro. Amo ver lo lustroso del hígado, su combinación de sabor, ya cocinado, con la cebolla salteada, que se convierte en un postre por su dulzor. Cuando era niña me gustaba lo salado de la sangre. Si me lastimaba, chupaba la sangre a escondidas. En casa me descubrieron y me corregí, a la gente no le gustaba ver eso. Comer sangre es cultural, no sólo es práctica de vampiros. Hacer y comer morcilla es una actividad para selectos. Nuestro cuento nacional, El Matadero, centra su paladar en lo criollo y en quién come qué cosa según su lugar social. Hoy las vísceras son platos gourmet o protagonizan escenas con zombis, pero hasta no hace mucho eran comida para pobres.

La grasa quemada era un olor que los dioses griegos y romanos buscaban en las ofrendas que los mortales les dejaban. En los alimentos de la colonia se privilegiaban las carnes horneadas y rellenas con otras carnes, o cocinadas sobre el cuero en el suelo, sobre las brasas. En las casas de la ciudad se servía chicharrón (grasa y restos de vísceras cortadas en filamentos, fritas) para acompañar cualquier comida como agregado crocante. Pero la grasa hoy tampoco es bien vista, ni consumida.

Uno de los cuadros que más me gusta en el mundo es “Los comedores de papas” de Van Gogh: alrededor de la mesa, cuatro personajes comparten alimentos energéticos: las papas hervidas servidas en una fuente, almidón que será convertido en glucosa; el café, un estimulante. ¿Eran mineros estos personajes? El carbón está en sus ropas y en el ambiente pero no en sus caras. Una niebla sale de los alimentos y envuelve a los que comen.

Cocinamos en pandemia como forma de descanso. Volvemos a observar la alquimia de los alimentos cambiando. Poner al fuego, romper las proteínas, cocinar los almidones, suavizar las formas para masticar y digerir. Parece que, junto con el lenguaje, el fuego y la cocción de los alimentos fue la entrada a la humanidad moderna. Cocinar provee de un ritual y un esquema de acciones de transformación de los alimentos: las recetas. Pienso en el cuadro de Van Gogh y pienso en el color de la pandemia: es un color ceniciento pero los rostros iluminan la mesa alrededor de la comida.

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