Mi hija nació en el que fue el mejor año del siglo XX. Volvía la democracia después de los años de hierro de la peor dictadura de la historia de nuestro país y, como tantos argentinos, participábamos, su papá y yo, tanto de la Asamblea Permanente de los DDHH como del partido más prometedor en ese momento, capaz de superar la vieja antinomia política peronismo /antiperonismo: el Partido Intransigente. Era un partido político formado por personas de diferentes historias, y sacamos un digno tercer lugar en las elecciones. Y luego lentamente se desvaneció.

Como parte de las tareas de militancia, Jorge tenía que dar una función de títeres en el barrio San Agustín. Era abril, se sentían los primeros fríos, así que Laura, de cuatro meses, estaba en mis brazos envuelta en pulovercitos de lana suave y una manta espumosa, blanca.

Llegamos al barrio y fuimos a una casa; un rancho, diríamos, a preparar los muñecos, etc. La dueña de casa era una señora joven, animosa, súper amable, que acarició con un dedo respetuoso la mejilla de mi hija. Yo vi un montón de papel de diario en un rincón y ella, casi sonriente, me dijo que eso contribuía a dar calor por las noches. Un flaco, de un par de añitos, se acercó, el flequillo tieso de pelo renegrido, le tiró de la falda, no recuerdo qué dijo. Yo, por decir algo, aferrada a mi bebé, le pregunté si tenía más de un año. Tres, me contestó. Y recuerdo que pensé que la gente de tres años era más grande, más alta, más fornida.

Después de la función fuimos a casa. Yo temblaba todo el tiempo y, una vez en la intimidad del hogar, me puse a llorar como una loca. Y me puse a hacer cosas: me parecía que lo más urgente era juntar ropa de invierno, así que organicé colectas en mi laburo, en la Asamblea y en el partido. Supongo que, después de un par de semanas, logré juntar tres o cuatro bolsas, las mandé al barrio. Y poco a poco pasé a otra cosa, como quien dice, di vuelta la página, casi me olvidé del tema.

Algunos años después, el padre de mi hija, que había pasado de ser un lector de literatura feroz, a ser un militante, dejó su departamento de 25 y Rioja y se fue a vivir a San Agustín. A poner el cuerpo, decimos. No dio vuelta la página, no se olvidó del tema, no pasó a otra cosa.

Si alguien es una persona normal, soy yo. Me indigno cuando veo o cuando oigo hablar de la pobreza y digo, la puta madre, qué capitalismo de mierda, qué terrible que debe ser pasarse la pandemia ésta sin agua corriente, o sin luz, o sin comida, o en soledad y sin todo eso, y también me imagino mujeres que no se pueden hacer un aborto legal y una vez me saqué una foto con un pañuelo verde. O sea, esas mujeres que deben bancarse a un tarado en su propia casa por miles de razones que todos conocemos. Y después voy, elijo un pantalón negro de los más de veinte que tengo en el ropero, me fijo si en los cajones de los pulóveres tengo uno que sea suavecito y me encuentro con dos que compré el año pasado y me había olvidado y me alegro. Y paso la pandemia entre libros, películas, que veo en el enorme televisor que compré hace unos años y hago lámparas de vitraux. Eso es ser normal.

La desesperación no se puede organizar. Porque estás socialmente anulado, aniquilado. Subjetivamente arrasado, dice mi hija. Sí, pero, ¿y nosotros? Nosotros también. Nosotros, también.

Intenté contarte qué es naturalizar algo, qué es la ideología, qué es no ser hipócrita.

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