La radio estaba ahí, siempre. Estaba en ese mueble para el televisor de la casa de mis abuelos, en el estante de abajo, era la radio a válvulas. Nunca la escuché, creo que no andaba, pero estaba allí, como testigo silencioso de la casa. Pero estaba la otra, la famosa Spica que iba y venía, de la cocina al lavadero, del lavadero al patio, del patio a la pieza, de la pieza al sueño. De noche, y a veces a la siesta, mi abuela la llevaba, la dejaba en la mesita de luz y se dormía con ese inconfundible sonido de AM.

A mi abuela le gustaba el deporte, escuchaba el viejo Argentino de Básquet para “hacer fuerza por Santa Fe”. Cada tanto se prendía en las transmisiones de boxeo y el fútbol, obviamente, su religión. Era de Unión, pero ella siempre decía que quería que “le vaya bien a Santa Fe”, por eso cuando escuchaba los partidos de Colón también los sufría por LT9. La aguja del dial estaba clavada en el 1150 de AM.

Mi abuelo, en su silencio que lo habitaba, dejaba que la radio lo invada. Los boletines informativos y las transmisiones de fútbol eran lo que más le gustaba, si hubiese vivido algunos años más hubiese consumido FM, aunque sea para escuchar las radios que empezaron a transmitir los partidos de la Liga Santafesina, y así sufrir con su querido Gimnasia de Ciudadela.

Con mi papá me enfermé de radio. En el auto, camino a la escuela, en los viajes, cuando Héctor Larrea nos acompañaba con su “Rapidísimo” y el deporte era la “Oral Deportiva” (Rivadavia AM 630), camino a la cancha, con Porta a veces (LT9) y con Walter Saavedra (LT10), cuando estuvo en Santa Fe, siempre.

Mi mamá era la que encendía la radio con sus primeras noticias, con la temperatura y la humedad, la del desayuno veloz antes de ir a trabajar. Mi vieja, la de hoy, la que me escucha todas las mañanas y en las transmisiones de fútbol también. De aquella Tonomac a la radio noventosa con CD, como sea, las dos compartieron el mismo lugar, la mesada de la cocina.

Mis días de infancia, jugando solo, también eran de radio. Como tantos que después se hicieron trabajadores de la radio, jugaba a relatar y comentar partidos. El mismo nene que movía botones (la imaginación decía que eran jugadores) se divertía cuando hacía dos voces, la de un señor que relataba y la de otro, con voz más grave, que comentaba.

La radio es parte de uno mismo. Algunos nos metimos en ella porque la sentimos como vocación, para trabajar, para habitarla desde sus micrófonos, para jugar primero y tomarla en serio después.

Hoy, ya de adulto, la radio en mí día a día es entrar de lunes a viernes al estudio, acomodar el micrófono, amoldar el cuerpo y que se encienda ese cartel rojo que dice “aire”. Esa sensación de cosquilleo en el estómago, también conocida como emoción, la tengo desde el primer día que la habité.

La radio de estos tiempos es buscar ese placer de escucharla un domingo a la mañana con mi pareja, es la pregunta que me llena el alma de mi pequeña Clara: “¿papá, mañana te vas a la radio?”.

No tengo dudas, la radio es parte de una gran banda de sonido de mi vida, y hoy 27 de agosto de 2020, en medio de la pandemia, ese sonido, envuelto de palabras, emociones, música y silencios, cumple 100 años en Argentina.

Por otros tantos siglos y en los formatos que sea, ¡larga vida a la radio!

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