Yo tenía voz de pito, no sé hasta qué edad, no tengo mucho registro de mi voz, pero recuerdo muchas gastadas de los pibes más grandes, lo que me hace pensar que, además de censurar o reprimir mi timbre de voz en sí, quizás querían señalarme que hablaba demasiado.

Buena parte de la teoría de los campos de Bourdieu, que predomina en el marco teórico de la sociología de la cultura, está cifrada en la callejera, fascista y didáctica frase “a quién le ganaste”.

Ayer, un amigo historiador me arrimó una reciente discusión a partir de un artículo de Marina Closs –joven escritora de Misiones– “Bienvenida a Saer” en el que, dicho mal y pronto, pretende refutar el valor literario de Saer y/o su posición en el canon, analizando estilísticamente algunas de sus líneas y procurando demostrar por qué la aburre leerlo.

Inmediata y previsiblemente, llovieron los comentarios de repudio y desagravio en los que no puedo dejar de leer la teoría de los campos de Bourdieu, entremezclada con aquella pendenciera frase y el reflejo de callar a quien, dada su posición o formas, está hablando de más. ¿A qué le temen tanto?

Aceptaría de mejor grado que alguien que se dedica a la crítica académica, al periodismo  cultural o a la docencia y respeta estrictamente los protocolos vigentes, manifestara que no se puede sostener una discusión seria en esos términos. Pero en tal caso, esperaría también que se tomara la molestia de refutar, argumentativa y convincentemente, las supuestas diatribas o provocaciones de Marina Closs, caso contrario, sería más simple y razonable ignorar su planteo que además parece circunscribirse a la esfera de lo personal. ¿A qué le temen tanto?

Entre las respuestas que leí hasta el momento, se destaca la nota en Noticias de un tal Omar Genovese, equivalente a una larga lista de descalificaciones sin el menor esfuerzo argumentativo. Genovese comienza haciendo gala de su filiación (¿y status?) intelectual, citando una entrevista con Beatriz Sarlo e inmediatamente, no resiste la tentación de hacer gala también de su aptitud poética, confesando que la llama Sarlox y explicitando que su neologismo corresponde a la siguiente definición: “Especie de medicamento contra la chatura irreversible de no ejercer el pensamiento”. Difícil no preferir un corchazo, sí.

Para demostrar que Marina Closs es analfabeta y “ágrafa”, Genovese objeta, con indignación palpable, el uso del término “cosas”, aplicado al verbo “leer”. Explica por qué se puede leer un libro pero no un ladrillo (como si no fuese suficiente, agrega los caprichosos ejemplos de una heladera y una madera, felizmente, opta por no desarrollarlos).  Esto es lo más parecido a un argumento que podemos leer en el texto de Genovese, quien, sin necesidad de estudiar semiótica, se convencería rápidamente de su error, si alguien sostuviera un ladrillo con la mano y lo moviera como amenazando a tirárselo en la cabeza, o encontrara uno en el asiento de su auto o en su casa, luego de haber atravesado algún vidrio (también se pueden pensar ejemplos para la madera y la heladera, claro).

En fin, si tuviéramos que resumir su proclama a una tesis, ésta sería: “si no te gusta o te aburre Saer, no sabés leer ni escribir, punto” Y la tribuna, ofendida, aplaude y multiplica el alivio. ¿A quién le ganaste Marina Closs?

Por mi parte, agradezco no estar en los exprimidos huesos de nuestro héroe, pero si así fuera y además padeciera alguna forma de conciencia, rogaría que me atacara Genovese antes que Closs, y si eso no fuera posible, preferiría, al menos, que Genovese no me defendiera.

Lo único serio que tengo para decir sobre el ensayo de Closs es que más de un pasaje me hizo sonreír mucho, pero no pienso confesar cuáles, tampoco quiero ligar un cascotazo.

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