La estafa del turismo espiritual

La pandemia mundial no ha logrado llevarse puesto uno de los mandatos más arraigados en el imaginario popular: el que reza que sólo viajando podés encontrarte con vos mismo.

Frente a nosotras, en la nocturnidad de la noche, la playa se extiende como una mesa de billar con poco uso, esa que algún tío recién divorciado compra para poner en el quincho de su casa (al que ahora llama “La Cueva”). Las tres suspiramos al mismo tiempo. El mar, muy al fondo, susurra y suelta espuma bajo la luz de la luna. Menos mal que está ahí, que a eso vinimos. Para eso nos comimos 18 horas en un coche cama dudoso que paró en todos los pueblos y ciudades entre Santa Fe e Iguazú, cruzamos la frontera entre mareas de familias argentinas en Surán que usan crocs como si no hubiera un mañana, nos subimos a un avión low cost en Foz y bajamos en Río para realizar el último tramo, el más corto, de tan sólo 180 kilómetros, en un Mercedes Benz maravilloso pero que para cada veinte minutos porque es a gas. En síntesis, 36 horas demoramos en llegar al destino final. Ya es de noche. No hay nadie en la playa más que nosotras. No hay bares, no hay joda, no hay ni ruido. Eso a simple vista. Pero lo más doloroso sucede momentos después, cuando en un arrebato de impaciencia decidimos que es mejor probar el agua del mar ahora, antes que esperar a mañana.

Nos sacamos las ojotas y correteamos como egresadas entrando a la fiesta de disfraces de Grisú. Y, ¿adivinen qué? El periplo interminable nos ha traído a la única playa con agua fría de todo Brasil. No, fría no. Fría es la Setúbal, fresca, bonita. Con ese fresco litoraleño que te ronronea en la pezonera pero que no molesta. ¿Ésta? Transparente, de un color imposible de imitar, pulcra y congelada. Helada. Los pechos se me meten para dentro como si tuvieran miedo de ser afanados. Si cierro los ojos y fuerzo un poquito la imaginación bien podría estar chapoteando en el Lago Nahuel Huapi. El cansancio obra de manera misteriosa entre las tres, que logramos convencernos de que la baja temperatura del agua debe tener que ver con el hecho de que son pasadas las 10 de la noche. Yo sé que no es así. Lo sé perfectamente. Sé que las chances de que mañana esta misma playa nos reciba con el agua a temperatura “meada de pelopincho” son nulas. Pero, ¿qué quieren que les diga? Yo no me endeudé para cagarme de frío. Para cagarme de frío me quedaba en la Bristol. Y la Bristol me encanta.

Volvemos caminando en silencio por la callecita desierta. Casi que las puedo escuchar pensar. Yo no paro de preguntarme lo mismo. ¿Por qué vinimos hasta acá? Porque es verano, pleno enero, y es Brasil. Y trabajamos todo el año y nos merecemos el descanso. Ok, copiado. Pero, ¿por qué acá? ¿Por qué la deuda a pagar en mil cuotas, los kilómetros recorridos, el bardo en la frontera, el stress del viaje, lo precario de la posada y la larga lista de etcéteras que me amargaría muchísimo escribir? Se me ocurre una reflexión digna de Instagram.

“¿Por qué? Porque acumular experiencias forma parte del verdadero viaje”.

Menudo montón de porquería.

Todes tenemos ese amigue, conocide, compa de oficina, vecine, ex-pareja o simple contacto de redes sociales que todos los años saca del sombrero una guita inexplicable y se clava un viaje épico transmitido en simultáneo por todas las plataformas a su alcance. Es incluso un ser capaz de darle vida a su abandonado Fotolog para poder subir esa foto en un templo Maya con una frase del tipo “Viajamos para cambiar no de lugar, sino de ideas”. Y es muy fácil ceder frente a los encantos de su charada si vos mirás las fotos desde la gastada silla de tu oficina, tomando un mate lavadísmo al que la yerba Sinceridad abandonó hace rato y con el incipiente olor a flatulencia que tu compañero quiere disimular con un buen chorro de Glade “Brisas del Monte” lanzado al aire. Tanto comprás, que empezás a hacer cálculos mentales. Y a googlear. Y del googleo no se vuelve, porque inmediatamente todas las publicidades se transforman en un susurro seductor que te invita a vender hasta la bacha del baño para comprar dos pasajes aéreos al Tíbet en temporada baja.

Esa idea crece como un fetite no deseado. De pronto te parece que la única manera de darle un giro significativo a tu monótona y aburrida vida es vender todo y clavarte seis meses en una arrocera tailandesa laburando por un yen al día. Ahí estás, cocinando por vez mil una tarta de jamón y queso en la rotisería en la que laburás, cuando te engancha el anzuelo de una foto compartida por tu prima Romina desde una playa perdida en algún paraíso fiscal adornada con la frase “Adonde quiera que vayas, ve con todo tu corazón”. Corazón, riñones y un pulmón es lo que vos tendrías que comenzar a vender en lugar de tartas para poder costear esa ilusión de autodescubrimiento. O maquinitas para la exfoliación facial, que es lo que todos saben que Romina vende.

La industria del turismo espiritual es una de las más peligrosas del mundo, quizás solo al nivel del creciente mercado de venta ilegal de caniches asesinos. Es que el turismo juega con algo que nos interpela a todes por igual: la ilusión. El pensamiento mágico. La absurda noción de que un sólo viaje al otro lado del mundo puede darte algo de lo que no aprendés en la cola del cajero cuando el señor que está adelante tuyo se demora más de diez minutos adentro. Ah, los mecanismos que giran en torno a las mil y un formas que puede tomar una ilusión. Ahí tenés a las clínicas que te alargan el pene o te detienen la calvicie. Ahí las zapatillas que te van a dejar las caderas como las de Jesica Cirio. La idea de que tenés que viajar mucho y muy lejos, a un lugar paradisíaco, para no ser una mierda como persona maneja el mismo nivel de probabilidad que los viejos y queridos Sea Monkies, que no eran más que tierra extraída del fondo de un galpón en Morón y empaquetada en lindos papeles de colores.

Y todes caemos. Ahí estamos nosotras, lejos y sin guita, en una playa que todo el mundo nos recomendó en la previa. Y que después, una vez que regresamos, pocos se dignaron a aceptar que sí, en efecto, el agua era helada. Como bañarse adentro de un tacho que contuvo latas de birra hasta recién. Como bañarse en Mar del Tuyú o en algún dique cordobés, pero con mayor probabilidad de encontrarnos a nosotras mismas por metro cuadrado. Ahí estaba yo, sola en plena siesta de enero, recorriendo el barrio de Barracas en Buenos Aires porque alguien dijo en Instagram que era un distrito del diseño enérgico y dinámico. ¿Y con qué me encuentro? Con dos talleres desguazando motos y el pavimento bajo el sol prometiendo temperaturas cercanas a una plancha que espera un bife.

“Viajar no es sólo cuestión de dinero, sino de coraje”. Si claro, claro que sí. Preguntale a cualquiera que se haya embarcado en la Ruta del Che o como sea que se llame. Todes tuvieron diarrea en algún momento del viaje. ¿Qué mejor manera de probar tu coraje que cavando un pozo en la tierra para usar de letrina? Y ni te digo el coraje que se precisa para dormir en un hostel rodeado de alemanes que no se bañan desde hace seis meses y que usan borcegos en pleno verano.

Mi amiga Beba se fue de viaje a la Patagonia y el momento cumbre de su experiencia quedó grabado en unas hermosas stories de Instagram: en el medio de la nada, frente a un lago espectacular, el viento les voló la sombrilla y se las depositó a metros de la orilla entre las aguas cristalinas pero congeladas. Y Beba y su compañero flashearon MacGyver: armaron la caña de pescar y jugaron un rato a intentar atraparla como si eso fuera una especie de juego del programa de Guido. ¿Nivel de autosuperación? Ocho mil. ¿Lo arruinaron haciendo de eso una historia de superación personal que se culmina con una frase pomposa y pretenciosa sobre la importancia de nunca darnos por vencidos? No. Nos dejaron el material en crudo generando una tensión condensada en 15 segundos digna de un corto del Bafici. Creo que esa historia es lo que generó el giro en la Matrix que devino en el Covid. Lo del pangolín lo inventaron ellos para que no nos demos cuenta.

Ahora que estamos atrapades en este espiral de angustia y desilusión, viendo como nuestro poder adquisitivo se evapora con la rapidez de un helado de una bocha que algún niño deja caer sobre el pavimento de Aristóbulo del Valle, no cedamos ante el encanto de esa vida mágica de viajes que prometen épicos momentos de autodescubrimiento y selfies estéticas. No caigamos frente a ese flyer precioso que nos baja una línea del estilo “Viajar es enamorarse a cada paso”. Enamorarse está bien, de vez en cuando. Es también el sentimiento que ha sostenido la carrera de Arjona hasta acá. No nos dejemos estafar: en ningún lugar nos vamos a conocer tanto a nosotres mismes como charlando hacia el interior de un barbijo al que venimos escupiendo desde el principio de la cuarentena.

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