La humanidad y sus celebridades, esas relaciones tóxicas que nos alegran la existencia.

Tal y como nos lo enseñó el mítico video de We Are The World que, sabemos, terminó con la miseria en África, en sus momentos de mayor desasosiego la humanidad puede voltearse para mirar a sus celebridades, que siempre sabrán como alegrarles la existencia.

Hubo mucho futurólogo barato que teorizaba, hacia el inicio de la pandemia, que esta experiencia iba a conectarnos con nuestro costado más humano. Y eso era positivo, en la teoría. En la práctica, lo más cercano que estuvimos a “volver a nuestras raíces” fueron esas breves semanas en las que nos pusimos a cocinar pan todos los días como otrora lo hicieran nuestros abuelos, cansados de una vida sin entretenimiento.

Probablemente ahora descubramos que la esperanza de vida de nuestros ancestros era bajísima no porque no contaran con los grandes descubrimientos de la medicina moderna, como la penicilina o el bypass, sino que se dejaban morir sencillamente porque los consumía el aburrimiento. Y porque no existían Brad Pitt y Jennifer Aniston.

¡No me digan que no sonrieron como unos adolescentes tontuelos al ver la forma tosca y casi juvenil con la que el eterno galán intentó llamarle la atención a su ex en un Zoom entre amigues! Creo que si hace un año nos decían que esto iba a pasar, nos resultaba aún más increíble que toda la trama de la pandemia mundial y los barbijos obligatorios. Qué increíble es la vida de Hollywood, qué delirio. Por eso nos gusta tanto. Yo he tenido ocho mil videollamadas en cuarentena y lo más sorpresivo que me sucedió fue ese breve y confuso momento en el que el gato de uno de los participantes se arrimó a su dueño con una bella paloma muerta en la boca. Pero ni punto de comparación con esa reunión digna de una alfombra roja en la que frente a todo el mundo el Señor Sonrisa Chueca busca entre las caras pixeladas a su eterna amada para tirarle un “Hi, Aniston”.

Debo decir que me generó cierta satisfacción ver que ni el mismísimo Dios, también conocido como Morgan Freeman, tiene buena conexión de WiFi. Creo que esto nos daría un buen punto de partida para la conversación que siempre sueño que tenemos en el Espigón 2. Lo que me dispara la siguiente pregunta: ¿de dónde surge la fascinación que tenemos con estas celebridades? Que de pronto nos encontramos un jueves cualquiera abandonando todo para mirar cómo estas nuevas deidades, reunidas en el Panteón de una videollamada a la que nos han invitado cordialmente, se sonríen y se saludan y en ese gesto nos hermanan a todes, nos transforman en mejores personas, nos conectan nuevamente con nuestra propia fragilidad.

Es mucho, ¿no? Ok. Pero… ¿Brad y Jennifer? No tenemos nada en común con Brad y Jennifer. Los tenemos a años luz, incluso con el Zoom de por medio (que debe estar robándole también a ellos una linda parte de datita como a todes nosotres). Lo único que nos conecta con lo inalcanzable… es su trágica historia. Y ya sabemos, nada tiene tanto efecto en el vínculo que se genera entre los Dioses, los mitos y los pueblos como una linda y buena tragedia.

Que Brad y Jennifer lo tuvieron todo hasta que llegó Angelina. Y fíjense que incluso ahí, el nivel de la tragedia no hace más que acrecentarse. Porque Brad no se enganchó con una profe de yoga que conoció mientras cargaba gas en un viaje a Tenesse. No, Brad ascendió el único peldaño que le quedaba en su búsqueda por alejarse aún más del ser humano común. Y Jennifer, nuestra Jennifer, la eterna amiga sonriente que siempre tiene un tampón para prestarte y plata para la birra, quedó encadenada eternamente al rol de la buena víctima. Ah, las mil y un categorías y esquemas del patriarcado que operan sobre esta historia, amiguites. Y del amor tóxico y romántico, y de la heteronorma y tal. Porque les digo: nombren a uno sólo de los hermosos, talentosos (y usualmente mucho más jóvenes que ella) novios que Jen ha tenido después de Brad. No podemos. No les prestamos atención. Fueron accesorios olvidables en las sucesivas alfombras rojas de su vida. Un poco por encima de sus carteras, bastante por debajo de sus vestidos.

Esa narrativa se instaló entre nosotres como los estribillos pegadizos de cualquier canción de Karina. La traición, de nuevo, suele interpelarnos. Nos obliga a tomar partido. El tema es que no podíamos ser del todo objetivos cuando del lado Brad de la grieta teníamos a la familia ensamblada que parecía un anuncio de Benetton, con un nombre pegadizo. Porque Brad no dejó de ser el esposo de Jennifer para pasar a ser el soltero codiciado. Pasó a ser, en todo caso, Brangelina. Una mitad indivisible de los nuevos gemelos de Géminis.

“Hi, Aniston”. El zoom que compartieron Brad Pitt y Jennifer Aniston fue una escena de pandemia digna de una alfombra roja.

¿Y Jennifer? Regia. Por siempre cornuda, qué se le va a hacer. El patriarcado (sobre todo ese que opera desde las nociones básicas que Luis Ventura viene proponiendo desde hace años en su escuela de pensamiento) no nos va a permitir pensar otra cosa. Pero ojalá todes pudiéramos sostener en nuestros hombros el peso de décadas de ser vistos como una versión femenina de un minotauro con la gracia, la soltura, el encanto y la belleza de Jen.

¡Cómo nos pegan sus fracasos! Nos encantan. Nos consuela saber que nadie tiene absolutamente todo. Miente la que dice que nunca en su vida, mientras su amigue lloraba borrache en el piso de algún boliche lleno de líquidos dudosos, no tiró un “bancá que si a Jennifer Aniston le metieron los cuernos, como no nos van a guampear a nosotres”. Funciona como una especie de mantra que nos podemos repetir siempre, antes de dormir. Que los debates académicos y lejanos sobre “nuevos vínculos” y amor tóxico y monogamia no penetran en la mente de quien, embriagada en cerveza barata, ve como su pareja chapa con esa compañera de trabajo con la que le juró que no pasaba nada. Después le podemos alcanzar la bibliografía obligatoria. Ahora, mientras vocifera que todavía no terminó de pagar la camiseta del Bayern Munich que compró en cuotas para regalarle en su cumpleaños, le cabe más la comparación con Jennifer.

Lo único que puede superar un cuento signado por la tragedia… es una buena historia de superación. Y acá volvemos al Zoom entre amigos, a la sonrisa de Julia Roberts, al guiño en la mirada expectante de Morgan Freeman, a los cientos de miles de idiotas que alrededor del mundo miramos como Pitt, flaco y desmejorado, hace lo imposible por llamarle la atención a la chica que quería mucho pero a la que le partió el corazón. Y Jennifer, sin siquiera molestarse, contesta de forma lacónica las líneas de la conversación informal, apenas dejándonos a todos satisfechos. Porque al igual que tu amiga, Jennifer podrá ser cornuda, sí, pero no es ninguna boluda.

Este año nos enseñó a regodearnos en la simpleza de una historia de la que no conocemos absolutamente nada pero de la que igual nos adueñamos. Porque todes, en mayor o menor medida, amamos a Brad y a Jennifer. Leemos en su derrotero lo que se nos canta, les imponemos las lógicas que nos salen, y los sentimos cercanos aunque estén a años luz, girando en la galaxia de estrellas de Hollywood que alguna vez fueron posters en nuestras habitaciones juveniles, en forma de altares diseminados por el mundo plagados de las imágenes que en algún momento nos supo proveer la revista Para Ti.

Que a todos nos gustan Brad y Jennifer, en su eterna belleza hegemónica y heterosexualidad absurda. A ambos, lejos de distinguir géneros y preferencias. Si el mismo Pitt ha servido de excusa siempre al hombre progre promedio para decir que se siente tan cómodo con su heterosexualidad que, llegado el caso, hasta podría intercambiar unos besos con el protagonista de Conoces a Joe Black. Nos gustan porque nos hermanan, nos endulzan y nos conectan con nuestra propia irrelevancia. Nos gustan porque allá lejos y hace tiempo se hacían el mismo corte de pelo y esa escena, plagada de mil referencias hacia las nociones de la toxicidad que conoceríamos después, nos confundía. Y lo único que el ser humano adora más que la tragedia, es la vieja y querida confusión.

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