El nuevo médico me está ordenando el sueño. Me dice usted no debe tomar el Alplax a cualquier hora: debe tomarlo y acostarse a leer algo y se va a quedar dormida enseguida. A las doce de la noche, a la una, se la toma y se va a dormir. Mi hija me conoce y dice: yo diría que a las dos estaría bien. Yo me tomaba esa pastilla, que me recetaron cuando tenía diez años y era más que loca, tipo diez de la noche y como a las doce me dormía un rato y después seguía de largo, despierta, insomne, hasta no sé cuándo. Sigo las instrucciones y me siento mejor.

El médico me emociona. Mi hija me emociona. Una serie coreana me emociona. El último libro de Fer, me emociona. Las plantas del jardincito llenas del vigor de la primavera  me emocionan. Tengo un volumen de sensibilidad tan grande que ando desperdiciando lágrimas por todo el día, durante toda mi vida. A veces, el objeto de mi aprecio es racional, conveniente, útil, necesario, adecuado. A veces es algo tan fútil que me avergüenzo de mí misma. Suponete, veo el final de una serie. Termina bien. Y cuando retomo los episodios, y llego a ese final, que ya conocía, vuelvo a sentir lo mismo, pero peor porque seguí la trama y la justificación hasta el final. Y me miro y digo, qué decir.

Estoy pensando estas cosas apenas me despierto y veo que, tras la ventana y la cortina azul liviana, se entrevé la luz del sol de la mañana. Va a ser un día hermoso.

Tengo que escribir la columna del Pausa. Me gusta creer que soy honesta. Me digo: escribir la verdad sería referirme a túneles, a pozos, a sótanos malolientes, a profundidades falsas, resbalosas, pegajosas, ramas que brotan de forma inesperada del suelo para hacer tropezar a algún flaneur desbaudelaireizado. La tierra cayendo en forma de escalera irregular hacia un final sin fondo. El tipo no está distraído, sino abombado. Mucho tiempo de andar sin rumbo, con cansancio. Anhela un baño, un techo, una cama confortable.

Me hundo en el colchón, cierro los ojos. Hoy igual que ayer igual que anteayer. Me tendría que hacer un café y tomarlo lentamente. Ya no veo informativos. Ya no leo. Sólo el libro de Herzog que me trajo Laura me arranca momentáneamente de la nada. Me gusta que diga que un cineasta no se ocupa de lo estético sino de lo atlético. Estos tipos, como Bolaño, como Sterne, me gustan, saltan olas altísimas de sus libros, cataratas, agua intensa inestable abundante; están mirando el abismo de Nietzsche, a punto de asfixiarte. No todos. No Céline, que me repugna un poco. Quizás Faulkner. Pero, al final de la experiencia, queda un lago transparente, un agua azul que se extiende al infinito.

Cierro los ojos y el cuerpo exige otro momento de sueño. Es el momento de una pesadilla. No sé qué, me despierto agitada.

Es hora de enfrentar un día más. Un regalo, le digo, cada día es un regalo. No le digo: la repetición me agobia, estoy cansada. Abro Facebook para ver un rato a les amigues.

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