Millones de personas en este bello país le deben la educación fundacional y sentimental de sus años formativos a las telenovelas de la inefable Cris Morena. ¿Qué puede salir mal?

De entre todos los maravillosos formatos de memes que este año nos ha regalado, rescataré solo uno para graficar esta tesis/nota: el de los dos perritos (uno musculoso y esbelto y otro con cara de que no puede más con su vida) del que hacemos uso y abuso, pero del que nunca nos cansamos. Ese meme, en todo su esplendor, solo puede ser entendido si nos centramos en un detalle que se aloja en el núcleo celular de todas las personas que nacimos después de, digamos, 1986: una constante tendencia hacia la ansiedad, una perpetua melancolía por las ilusiones rotas, una necesidad de comunicar todo lo que nos pasa de forma poética, visceral, inconclusa y personalísima, y muchas ganas tener un buzo John L Cook.

Y todo eso es culpa de Cris Morena. Entre otres, pero Cris Morena es la que más aportó.

Es un milagro que no tengamos al día de hoy un tendal de parricidas surgidos de las narrativas que nos acompañaron durante toda la década del 90. El tándem de películas de Disney y novelitas de la tarde protagonizadas siempre y sin distinción por gente huérfana nos podría haber generado la ilusión de que vivir sin padres era mejor, más divertido e interesante. No hay en toda la mitología de Walt una sola familia completa, tipo. Esto puede verse como una forma de desacralizar la imagen de la familia tradicional norteamericana pero en la narrativa, en realidad, lo que generaba eran héroes que venían piloteándola bien piola para que después, en el momento más importante de la película, les salte un flashback al momento en el que sus padres morían trágicamente dándole así una pátina de angustia y melancolía a una peli en la que hasta hace dos minutos estábamos bailando bachata abajo del mar en una barrera de corales. Y las muertes siempre eran trágicas. Horrendas. ¿Debo mencionar a la madre de Bambi? ¿Hace falta que traiga a colación el caso Mufasa? No me hagan empezar.

Las novelas de Cris Morena eran peor porque los padres no estaban muertos sino desaparecidos. Y eso nos impregnaba de la más idiota de las ilusiones. Los padres de nuestros amigos en Rincón de Luz ya iban a volver. En algún momento, Agustina Cherri se iba a reencontrar con su familia. Esto habilitaba a sacar catorce videoclips, treinta y cuatro casetes y dos libros al respecto, y había que comprarlos a todos. Agustina era irrompible. Nuestra Drew Barrymore de cabotaje. Tenía tiempo para andar chapando a los ocho años, aprenderse bocha de coreos y tener siempre el pelo divino.

El cinismo de Cris Morena al mostrarnos esos supuestos hogares donde había toboganes en lugar de escaleras, los pibes estaban siempre vestidos con ropa Mimo y eran todos talentosos debería ser revisado por una comisión especial de la Corte Suprema. Nos arruinó la psiquis. Nos hizo creer que esa era una infancia posible. Y cuando estábamos creciendo un poco, nos trajo Rebelde Way para que empecemos a dudar de nuestro cuerpo y de nuestro cutis. Pero de eso hablaremos en otro momento.

Recuerdo unas vacaciones de invierno en las que mis padres nos llevaron a ver Chiquititas al Gran Rex. Ese año Cris Morena se ve que se había peleado con su hija Romina, a quien ponía de protagonista en todas sus series, y el personaje principal adulto de la novela era Grecia Colmenares. Grecia era una especie de Ivana Nadal del Rincón de Luz, una hippie con Osde que llegaba a alegrarle la vida a los pequeños huérfanos hablándoles del poder de la música y de lo importante que es estar en línea con el universo. La obra empezaba con una escena en la que ella bajaba desde el gallinero del teatro en un globo aerostático tirando flores y caramelos. Es el momento con más nivel de falopa que yo tengo en mi vida. Abajo, los niños y adultos responsables nos destrozábamos para agarrar alguno de los caramelos Media Hora que Grecia tiraba desde su nube de ansiolíticos, flores y Óleo 31. Yo sufrí un montón y la pasé espectacular. Grité durante dos horas como una tarada. Cantaba esas estrofas que decían “no me digas mentiritas porque duelen, mis papás se fueron lejos no me quieren” como si mi vida dependiera de ello, generándome severas lesiones en los pulmones. Mis papás estaban afuera, caminando por calle Corrientes. Pero yo empatizaba muchísimo con el dolor de Luisana Lopilato que lloraba a moco tendido en el escenario. Gran actriz de llanto, Luisana. Y no mucho más.

A la salida del teatro nos esperaban una cantidad de vendedores con la mayor variedad de productos random con la cara de Grecia Colmenares que he visto en la vida. Movidos por la falta de trabajo de los 90 y detectando un maravilloso mercado que se expandía frente a sus ojos, se arrojaban cual pirañas sobre nosotres a vendernos todos los cachivaches a los que ilegalmente habían podido sobreimprimirles una foto pixelada y precaria de Grecia y compañía. Confuso el episodio. Confuso todo. Yo cargaba en mi pequeño cuerpo una mezcla de angustia por los padres ajenos muertos, alegría por haber formado parte de una Creamfields infantil y de nuevo la angustia por no poder comprar los elementos que se nos ofrecían. A mi alrededor todos los menores presentes nos sumimos en el más profundo de los desconciertos. Y empezamos a exigir que se nos compre una Cajita Feliz, que para eso tiene ese nombre.

Así fue un poco toda nuestra infancia. Así crecimos les niñes de los 90. Bombardeados desde la televisión con publicidades de productos que jamás íbamos a tener pero que eran necesarios. Como una camada de muñecas Barbies que tenían desde un Jeep hasta un telescopio, pasando por una niñera precarizada y una amiga negra que nadie compraba y que siempre terminaba entre las bateas de oferta en Casa Tía. La caja registradora de Ditoys que imprimía tickets reales y que te daba una buena formación para tus años venideros, augurando ese futuro de cajera de Super que sueña con cantar en algún programa de Tinelli que se nos vino después. Y el más maravilloso de todos: el Easy Bake Oven. No puedo enfatizar lo suficiente lo mucho que yo quería el Easy Bake Oven. Era un juguete que se componía de una caja de metal y plástico con un mecanismo complejísimo en la que podías hacer tus propias mini tortas. Lo de “tortas” era una interpretación muy libre. El Easy Bake Oven era básicamente una chapa con luz muy potente que te calentaba un poquito una mezcla de harina y agua que quedaba tibia y durita después de toquetearla como veinte minutos. La publicidad te lo vendía como el gran invento del siglo XX pues le daba a les niñes la posibilidad de finalmente emanciparse de sus padres para vivir comiendo tortitas de engrudo. Obviamente, salía más o menos lo mismo que un Fiat 1 y llevaba ocho pilas doble AA y un núcleo de litio que no venían incluidos con el producto final. Casi nadie tenía realmente el Easy Bake Oven. Era el Santo Grial de los juguetes de los noventa.

Recuerdo haber visto uno en persona una sola vez. Mi amiga me preparó una tortita en un gesto que realmente podría haberse comparado con el de donarte un riñón. La tortita, perfecta y redonda, entraba en la palma de mi mano. Estaba tibia como un mate lavado. Antes de comerla, recuerdo haber pensado “esto es importante”. Memoricé todo lo que pasó después porque para mi estaba a la altura de darle un primer beso a la persona que te gusta (sensación que conocería bastante después, pero por la que ya tenía ilusiones pues Cris Morena me las había formateado). Así que la comí, con ganas. Y en ese momento se terminó mi infancia. La torta, cruda y tibia, se deslizó por mi garganta como si se tratara de la más pesada de las angustias. Mi amiga me miraba expectante, la muy soreta. Ella ya la había probado. Ella ya sabía que no era como la de la propaganda. Ella ya había sentido este gusto a plástico, metal y desilusión en la lengua. Y me lo estaba socializando porque en el fondo, la verdad, nunca sabemos cómo lidiar con la amargura en soledad. Hice una pausa teatral y dramática, porque eso es lo que había aprendido de Agustina Cherri. Y en un momento de absoluto cinismo la miré como si ambas estuviéramos viajando con el mismo chamán en un trip de ayahuasca y le tiré un “esto… está buenísimo”.

En ese meme de perrites de distintos tamaños, donde uno está consumido por la ansiedad, les hijes de Cris Morena somos claros perrites ansioses, teñidos por una melancolía idiota que después nos hizo disfrutar de Las Pastillas del Abuelo y Tan Biónica. Pido perdón, pero no permiso. Los rayos gamma de la tele, a los que tanto le temían las generaciones que nos precedieron, no fueron tan nocivos como la sutileza con la que Luisana Lopilato lloraba, nos habilitaba la melancolía y nos daba una narrativa a la que aferrarnos mientras nos mostraba que a esas lágrimas de cocodrilo sólo las podías bajar con un buen vaso de Toddy y masitas Sonrisas, que no por coincidencia tenían ese nombre.

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