Isla del solitario

David Nahón. Foto: Catalina Romero

Reseña de “El primer hombre solo”, de David Nahón (Azogue Libros, Paraná).

Por Eric Hernán Hirschfeld (*)

Ese hombre lleno de años

alza su mirada a las estrellas

y el odio y el amor

se licuan en sus manos

como en las de un recién nacido

Emma Barrandeguy, Isla del solitario (1991)

Si hay algo que las retóricas del bien han dejado sobre esta percepción llamada “nueva normalidad” es que, de alguna forma u otra, siempre desde las buenas intenciones, la familia, la comunidad o el grupo se erige como única alternativa para enfrentar lo que sea que se manifieste en contra de este supuesto mundo mejor. De ahí que sea llamativo encontrarse con “El primer hombre solo” de David Nahón, donde esa retórica está presente para mostrar sus limitaciones, y manifiesta, por el contrario, las maneras en las que permanecer des-integrable es una posibilidad de vida. Sin ser del todo un tratado ni un ensayo, esta novela espeja una pregunta personal, transversal: ¿Cómo permanecer des-integrable frente a una vorágine de discursos que postulan en primera persona la ejemplaridad de sus propias prácticas?

“El primer hombre solo” empieza con la literalidad de su título, con una escritura fragmentaria y episódica. Todo menos la linealidad para salir adelante, nada salvo un discurrir que muestra las idas y vueltas de una narración que es juez y verdugo a la vez: “Parece una guerra, pero es tu ejecución”. Por eso, antes que un relato de separación, también es una exploración sensible sobre la presupuesta perdurabilidad de los afectos en un contexto adverso.

Una segunda persona, a veces imperativa, a veces suave, desfasa el armazón del relato que está dirigido a un “muchacho triste” en una escritura que no es (solamente) carta ni mera descripción. Todo el tiempo pareciera que algo terrible sucedió (y en efecto sucede) pero en la respuesta frente a esa tragedia personal, colectiva y mundial no se encuentran rastros de la necesidad por sobrevivir. No es la desesperación sino su posterior soltura la que marca un registro de algo que no se puede hacer y donde “las personas pasan a través de vos como un fantasma. Estás, pero en ningún lado. Sos cruel de una manera nueva, todavía desconocida”.

¿Qué queda entonces de ese hombre lleno de años que alza su mirada a las estrellas en “El primer hombre solo”? En principio la búsqueda a través de distintos tiempos por aquello que hace germinar los afectos a pesar de sus pasiones tristes. Pero esa búsqueda se paga con otra de mayor precio, que incluye la posibilidad de la ausencia, de la no-respuesta frente a eso que se está buscando. Antes que integrarse, la exploración de Nahón muestra cómo esos afectos son transversales al tiempo y a las instituciones: “Sos un niño, sentís las manos de tu abuela en las tuyas. Sos un adulto, sentís la sonrisa de los hombres y las mujeres que te amaron en tu pecho. Sos los sueños que tuviste y perdiste”. Mantenerse des-integrable entonces funcionaría casi como un prisma que refracta una multiplicidad de sentidos ante una luz mínima. Refracción que en esta novela licúa el odio y el amor como en las manos de un recién nacido.

***

David Nahón es Licenciado en Bellas Artes. Publicó diversas nouvelles como “Todo lo que hago es para que me quieran” (Editorial Pánico el Pánico, 2010), “Cómo me convertí en robot” (Desde un Tacho Ediciones, 2016), “Nada de esto tiene que ver con vos” (Parientes Editora, 2017) y “Eso que me pasó no lo había sentido nunca” (Editorial Pánico el Pánico, 2018). Además, es músico y comparte talleres de escritura y artes plásticas.

(*) Twitter: @EricHernanH / Instagram: erichernanh

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