Somos la generación inquilina, nieta de los abuelos que levantaban paredes con sus propias manos.

Mi psicóloga se divierte mucho cuando le cuento que durante el aislamiento mi principal fuente de divertimento consistía en construir casas en las que nunca iba a vivir. Me refiero, claro, a que nuevamente había caído en el consumo problemático de los Sims, un juego de simulación en el que podés (entre otras cosas) construirte tu propia casita. El nivel de detalle, la cantidad de huevadas que hay para ponerle y la plata infinita me llevaron a construir las mansiones más alucinantes, los pent houses más irrisorios, las cabañas frente al mar en las que no viviría ni el mismísimo (y me pongo de pie) Ricardo Aníbal Fort.

El juego, para mí, estaba en armar esa casita. Después los Sims me aburrían. No discuten por política, jamás se olvidan de pagar AFIP y no construyen vínculos tóxicos. Rara vez cotillean o se enojan con sus jefes. Un embole.

Lo que a mi psicóloga le divertía, creo, es que en estas anécdotas ella veía la posibilidad de extender mis horas de terapia por varios meses más. Así cualquiera se ríe. Creo que en ese momento confirmó en Mercado Libre la compra de la cafetera Nespresso que tenía pendiente.

Volviendo sobre lo que nos compete, es decir con mi larga perorata de incongruencias que ustedes leen porque les resulta hilarante sentirse superiores y más estables emocionalmente, creo que el epicentro del desastre que nos significa a todes nuestro vínculo con los espacios que habitamos es la televisión. Como todo en la vida, éramos felices hasta que apareció Utilísima. O la revista Living. Lo que haya sucedido primero.

Otrora las viejas novelas de la tarde nos mostraban hermosas mansiones de dimensiones imposibles, con tapizados horrendos y un posible hedor a Blem que podíamos sentir incluso a través de nuestro módico televisor Philco traído del Paraguay. Entre los batidos rimbombantes de Soledad Silveyra se divisaban rincones de las casas de esas historias que sólo Romay se atrevía a contar, muy distintas a las nuestras. Nunca una mancha de humedad en la pared. Nunca un bidet que perdiera agua. Nunca jamás un machimbre que ensombreciera el ambiente. Ni que hablar de una mesa un poco torcida.

Pero eso no es lo peor. Las revistas de los 90s nos hicieron entrar a las casas de los ricos y famosos. De pronto ese hogar en el que vivíamos, que había construido nuestro abuelo con sus propias manos, no podía competir con los acabados en marfil y oro de 18 kilates de la humilde residencia de invierno de Gianni Versace.

Lo del abuelo igual voy a ponerlo en duda. A veces creo que hubo un pacto hacia el interior de una generación entera para poder transformarse todos en superadores de anécdotas. Siempre pienso en un ex vecino mío, ahora fallecido, que había construido un imperio en nuestra ciudad sin “haber tenido más que cuarto grado arriba”. A sus historias las secundaban siempre los otros viejos del barrio, ya fallecidos todos. Con ellos murió la posibilidad de descubrir si realmente habían construido todo desde cero sin ayuda de nadie. Me cuesta creer que solamente en dos generaciones hayamos involucionado tanto como para no saber diferenciar entre una luz común y una led. Y nótese que digo “común” porque no tengo ni la más mínima idea de lo que estoy hablando.

En fin, a nosotros jamás se nos ocurrió construir una casa con nuestras propias manos. De movida porque no se puede. Tenés que tener arquitecto, permiso de obra, hacer la bajada de la luz, calcular los materiales, ver las conexiones del gas y de la cloaca y andá a saber de qué más. Todo eso no existía en 1910. Tampoco existe en los Sims. Motivo por el cual puedo permitirme una casa de seis baños y ocho cuartos con doble sótano y piscina en la terraza que no pasaría ninguna de las revisiones de la Municipalidad. Pero para real ya está la vida, hermano.

Pensándolo mejor, las viejas casas construidas a base de maña y esfuerzo tampoco hubieran pasado ninguna revisión actual. Las sociedades evolucionan para ponerse más blanditas. Por eso es tan exitoso el meme de los perritos, uno forzudo y el otro débil. Somos eternamente ese meme, yendo y viniendo en sus diálogos como en una suerte de loop desconocido e interminable.

Ahora no se nos ocurre construirnos nuestra propia casa porque además es realmente imposible. Y las expectativas están por el cielo. Por si las novelas y las revistas no nos habían arruinado, después tuvieron que llegar otros éxitos como MTV Cribs y Hermanos a la Obra. En el primero descubríamos con detalle las casas de los cantantes de los primeros años 2000. Mi momento favorito era cuando abrían esas heladeras de dos puertas y en su interior se veían muchas botellas de gaseosas variadas y latitas de birra prolijamente acomodadas. Nunca un queso rallado o un postre Danette. Esas son las cosas que nosotros, la plebe, consideramos de lujo. Ellos tenían cines, piscinas infinitas e inodoros que hablaban. Lo que en realidad daba cuenta de la profunda soledad de nuestras celebridades, que disfrutan de que al menos alguien (más no sea una inteligencia artificial) les hable en el momento en el que están haciendo un depósito. Cuando yo voy al baño lo único que quiero es paz y silencio para poder mirar reels de gatitos con tranquilidad. Muchas veces ni siquiera voy a realizar mis necesidades fisiológicas. Sólo me siento en el inodoro a contemplar ese rincón amable del mundo que es Instagram, donde todos somos hermosos y tenemos la vida solucionada.

Hermanos a la Obra, por otro lado, es probablemente la droga que genera más adicción entre sus consumidores. Con nueve mil temporadas y ocho millones de capítulos, se presenta como la posibilidad de hacer dos cosas que nos gustan: chusmear las casas ajenas, y criticar las decisiones de los demás. En esta todos ganamos. Una bonita familia heteronormada y hegemónica consigue una casa nueva, los Hermanos se quedan con su comisión y nosotros nos creemos por un ratito que tuvimos algo que ver con eso. Yo miro Hermanos a la Obra y por cuarenta minutos los defectos de mi casa me parecen extremadamente fáciles de mejorar. Lo que nos lleva siempre a dar una vuelta por otros espacios de distensión: los tutoriales.

Así es. Hermanos a la Obra es la puerta de entrada a otras drogas, como los canales de Youtube que te enseñan a hacer un revoque fino o a ordenar tus ambientes para que ese departamento de monobloc no te resulte tan deprimente. Por un rato te olvidás del factor más triste: que ese departamento nunca va a ser tuyo. Que pertenecés a una generación que vivirá constantemente buscando garantes para saltar de alquiler en alquiler. Pero, ¿para qué deprimirnos cuando podemos indignarnos?

La búsqueda de garantes hoy en día es tan compleja como la batalla por saber quién es el próximo Master Chef. Las inmobiliarias están a un paso de pedirte un PCR de todos los candidatos, fotos de las últimas vacaciones que hicieron, un registro de las distintas gaseosas que consumen y al menos 3 (tres) recibos de sueldo superiores a los doce mil dólares para otorgarte así el alquiler de ese monoambiente en barrio Candioti, el único que podés pagar, de modestos catorce metros cuadrados y en el que sospechás que alguien falleció.

Desde ahí, entre esas cuatro paredes, vas a mirar hacia las soleadas calles de Vancouver mientras la familia Ingalls busca su próxima morada con la ayuda de dos personas que no tienen ningún tipo de matrícula visible pero que, gracias a la magia de la televisión, pueden realizar todo tipo de tareas. Los vas a ver ir y venir definiendo si prefieren el rancho frente al lago o la casa en el centro de la ciudad, definiéndose finalmente por la que pueden adecuar a su idea de “concepto abierto” de interiores para reformarla y transformarla en un hogar. Y te vas a sentir con la superioridad moral y estética para criticar todas y cada una de sus decisiones. Porque tu lugar de comentarista de sillón te lo permite.

Tu abuelo, desde el más allá, te entiende. Si él hubiera tenido televisión On Demand a mano, probablemente hubiera utilizado el tiempo ocioso en la consumición a granel de todos los programas que Home and Health nos propone, y jamás hubiera superado su pereza para ponerse a construir esa módica casa que al día de hoy sigue siendo lo único que tu familia atesora. Porque es sabido: sueños tenemos todos. Algunos, además, también tenemos distracciones.

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