Premiosamente

Sleeping baby clenches his parent's fingers; Soft focus and blurry

Danos, aparte del sueño, la serenidad.
J. Seferis

Mira la madre a la bebé recién nacida durmiendo mucho tiempo del día, indefensa y respirando con una manera nueva, que en el vientre no tenía, y la mira y ve que sueña con tomar la teta, frunciendo los labios en el aire y ahí la madre sonríe y llora un poco y se angustia de pensar cómo yo, tan pobre, podré darle a este ser todo  lo que necesita para volverse autónoma, grande, capaz de vivir una vida plena; se lo pregunta con humildad, al borde de la desesperación, porque no sabe nada; pero esa vida que le ha sido confiada es poderosa, y un poco, entonces, sí sabe que se abrirá camino casi sola, apenas asistida por sus brazos llenos de ignorancia y, sí, amorosos. Después sabrá que tenía lo que hacía falta: el alimento, el abrazo, qué más.

Mira la madre a la niña que empezó la escuela, que se ríe, que piensa, que conversa y se enoja, se lastima, se divierte, que le gusta mezclar cosas en un frasco, y pone yerba, leche, unos yuyos que junta en el patio, un poco de café y sacude el frasco y mira el resultado como si de allí fuera a salir, quién sabe, un dragón, un explosivo, un arcoíris. Mira la niña atentamente a los caminitos de hormigas que el tiempo siembra en el suelo, agachada, atenta, pregunta adónde van, cómo llevan una hojita tan grande. A veces, en las fiestas, llora, y la madre sigue sin saber nada, pero abre los brazos y la consuela, la besa en la frente. Y, a la noche, la mira en el sueño y la ve, la frente tersa, la respiración musical, confiada.

Mira la madre a la mujer que terminó la escuela. Y fue a la universidad. Y tenían ideas para nada idénticas acerca de tantas cosas. Y ve que la hija no se deja enseñar nada, que le molesta que cambiás la voz cuando explicás algo y a mí me divierte pero no me llegan tus palabras, madre, porque yo ya sé todo eso, y si no lo sé, no importa, lo iré averiguando a lo largo del tiempo, o no lo sabré nunca, pero es mi vida, es mi vida, insiste, ni mi frente ni mis ojos son tuyos, ni mi pelo ni mis labios los de papá, soy yo misma, es mi rostro, es mi vida. La madre intenta callarse y muchas veces lo logra, y otras, no. Y ahí viene la pelea, a veces violenta, a veces termina con el llanto de alguna. Y de esas peleas crecerán chispas, crecerán fuegos y ese fuego irá fraguando, a pesar de todo, esta mujer capaz de florecer y dar frutos. Y luego, a la noche, cuando duerma, la madre no mirará su sueño, porque la está mirando un hombre que abrirá sus brazos aunque los sueños sean duros y severos. Pero la madre, por suerte, por casualidad, por empecinamiento, está allí, cerca, lista para dar besos en la frente si hace falta.

Mira la chiquita, la niña, la mujer, a su madre, que envejece lentamente, le pregunta si come bien, si duerme bien, si camina un poco todos los días, mira a esa mujer que hasta ahora la ha acompañado y la acompaña, suave y fuerte; conversa, le sonríe al hombre que está a su lado, habla de sus rulos, cuenta algunas cosas del trabajo, de cómo despejaron durante todo el día, la casa, para darle cabida a la cuna, y está sentada, la chiquita, la niña, la mujer, en un sofá confortable, con su sonrisa serena y una mano distraída, pero atenta, sobre su vientre.

Vi el tiempo generoso del minuto,

infinitamente

atado locamente al tiempo grande,

pues estaba la hora

suavemente

premiosamente henchida de dos horas”.

César Vallejo

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