Pantallas

Cuando yo estaba en la secundaria lo único que hacía con mi cuerpo era llevarlo hasta la escuela. Prepararlo, llevarlo, ponerlo a funcionar, estar con ese cuerpo junto al de mis amigos y amigas. Me gustaba estudiar, pero lo que más me gustaba era apagar la cámara: mi cuerpo estaba ahí, pero yo en otro lado. Una clase de biología sobre los aparatos del cuerpo y yo, en el corazón, inventando historias de amor con el cantante de Guns N’ Roses, terminando de leer Cementerio de animales de Stephen King o copiando poemas de Emily Dickinson.

Trato de no olvidar esa virtualidad sin pantallas. Dar clases es una cuestión de fe. Un salto al vacío, igual que entrar a un aula y tener enfrente a veinte o treinta alumnos (no es lo mismo veinte o treinta, tampoco cuarenta y siete) en planetas cuya órbita gira en torno a les dioses de una generación. Y me pregunto si, de lo que tenemos miedo frente a una cámara, o cuerpo a cuerpo, es del silencio. No sé por qué debe llenarse de habla la clase, como si las palabras fueran algo tan fácil de usar.

Con la virtualidad aprendí a esperar el silencio. Generación muda, le pone un alumno a un texto contra argumentativo a favor de la conversación y contra la tecnología como modo de enmudecer. No creo en eso. Repito: con la tecnología aprendí a esperar el silencio y a entender que (de nuevo) hay un contrato de participación en la conversación, cualquiera sea: aula de pantalla, aula de cuerpo. ¿Qué sería esperar el silencio? Dejarlo estar. Como una masa. En algún momento va a levar. Otra alumna me plantea: los profesores hablan solos en las clases virtuales, deja de ser una clase, profe. Después le pregunto si en presencial no pasa lo mismo, me dice que sí, todes mudes. Ni ganas de hablar, profe.

Yo no quiero pensar qué es aprender o enseñar. Yo ya sé qué es eso: implicarse de una forma o de otra. Para una gestión escolar, pujar por un proyecto colectivo. ¿Qué es estar en clases en el aula real o virtual? ¿Ser de mentiritas en una, ser de verdad en otra? Soy la misma cuando doy clases como sea. Mi cuerpo y mi mente se agotan de igual manera por ir tras esa forma de conectar que es implicarse, buscar hacer conexión, y si no se hace, lidiar con ello.

Una cosa que me interesa mucho en las clases es lograr que discurran sobre algo. Poder sostener un tema. En eso, la cultura escrita se impone: un texto, es un texto escrito. Profe ¿puedo entregar un audio en lugar de un escrito? Sí, hacéte un borrador antes para ver qué hilo seguir. Me entrega un escrito que es una conversación consigo mismo. Le señalo el ritmo argumentativo de su texto, cómo lograr mayor enlace entre párrafo y párrafo, y dos canciones, una de Babasónicos y otra de los Who que hablan sobre saberse parte de una generación. Pienso, después, si este charlador que me dio vuelta la clase virtual y que nunca había aparecido antes, y que, según él, odia la virtualidad porque ama la escuela presencial porque charla con los profes y así puede irse de su casa y sucesivamente, pienso, decía: ¿qué hace falta en cualquier clase para que discurra la voz de los adolescentes?

Yo que espero el silencio, que no me molesta estar frente a pantallas apagadas, aunque no vea gestos, espero ese segundo (a veces también) de ciencia ficción donde el micrófono se abre y los tres puntitos titilan y se vuelven a apagar y entonces “querías decir algo ¿Mario?”. Sí, quiere decir que la escuela presencial le gusta porque puede charlar con profesores y amigos pero que también le gusta la virtualidad porque se olvida de sí mismo.

Holden Caulfield, el adolescente de secundaria de “El guardián en el centeno” de Salinger, declaraba que, si hubiera sido pianista, seguro hubiera tocado adentro de un armario, y también que le hubiera encantado comunicarse con papelitos escritos, para no oír tantas veces la misma idea repetida por parte de los adultos. Quizás ahora es hora de leer esa novela con mis alumnos. Porque, ante todo, lo que Holden quería era conversar.

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