Redondeles

Estoy en el jardín de infantes de escuela privada de monjas al que fui en jardín y preescolar. Voy corriendo por el patio. El jardín es una casa, el edificio está separado de la escuela de monjas que se levanta enfrente, oscura y gloriosa. A mí el nombre ya me da misterio: Sagrado corazón de Jesús. Imagino el corazón en una cajita de oro, protegido en el pecho de Jesús como un ser vivo, o saliendo del pecho del Jesús niño, un pecho sangriento y un corazón con alas.

La escuela es una casa. Eso me gusta. Hay habitaciones que son salitas, hay una cocina, un baño, un patio con arenero y huerta y tobogán. Ahora estoy jugando y corriendo. Corro por correr, con alegría, sin saber de un objetivo final. Me caigo porque pongo mal el pie, caigo de espaldas, pegada al piso. Me queda doliendo el medio de los omóplatos, miro hacia arriba y veo un redondel negro y celeste: el techo de la casa del jardín y el cielo, celeste profundo. Me quedo allí, me gusta la que veo. Pasa una nube y se va. Nunca había mirado el cielo desde el piso del jardín, enfocando como en un telescopio. Veo canaletas y desagües, el techo de la casa chorizo se colorea por dentro como los pespuntes interiores de la ropa que cose mi abuela. Es un techo de ladrillos rojos y gastados, los que se ponían los indios en las piernas y allí moldeaban.

El resto de los chicos y las chicas sigue jugando. Las seños no están ahí, están en la cocina buscando las masitas para la merienda. Yo sigo en el piso mirando el cielo. En el redondel de mi visión asoma Lucas. Es rubio. Es hermoso. Tiene ojos verdes. Asoma, me mira, yo le tiendo la mano, él pone un pie sobre mi pecho y continúa mirándome. Yo intento levantarme y él inclina su cuerpo sobre la pierna, imprime más peso. Otra vez intento levantarme y no puedo. Ahora se ríe. Alrededor de Lucas aparecen los rostros de otros niños que se asoman a ver qué pasa: algunos se espantan, otros que se ríen, otros que dicen llamála a la seño. Los ojos verdes de hoja nueva de Lucas siguen fijos en los míos. Lucho por levantarme y lo logro. La señorita María Antonia me da la mano, me abraza, me limpia el guardapolvo cuadrillé.

Hacemos una ronda, un redondel de niños y niñas, se pasan de mano en mano y compartimos las galletitas dulces y saladas en una bolsa que es como la del diezmo en la misa. Me parece que cuando saque algo de la bolsa va a aparecer el corazón de Cristo y vamos a comer todos de él, pero no, salen dos anillitos, uno rosado y otro amarillo. Lucas no merienda, está en penitencia. Las manos me quedaron raspadas, me debo haber caído con las manos haciendo colchón sobre el piso de portland del patio. El cielo sigue celeste límpido y el calor de las manos de los chicos en la ronda me da calma, me deja respirar y me hace pensar que el mundo no es malo porque exista Lucas. Después de la merienda cantamos la canción del cangrejito que no sabe caminar.

Cuando tuve a mi hijo a los 41 volví a escuchar esta canción. Yo buscaba música para dormir o jugar. Escucharla me hizo estremecer el corazón: me encontré conmigo misma en ese patio escolar, recordé la escena de caerme, mirar el redondel del cielo, levantarme. Recordé ese jardín y el nombre del corazón sagrado. Canté de un solo tirón y sin trastabillar, la canción del cangrejito. Su autor, Walter Yonsky, era cantor de tangos, candombe y jazz, y también actor, y grabó discos para niños en los 70 y 80. Yonsky hacía espectáculos que llamaba “de canciones y palabras” y el disco donde está la canción del cangrejito tiene un nombre con una palabra que me gusta mucho más que círculo: redondeles.

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