No estamos solos en el universo

¿Hay vida en otros planetas? No, la verdadera pregunta es... ¿por qué querrían vincularse con nosotres?

Cada tanto me asalta un pensamiento: ¿quién habrá sido el primer ser humano que miró al cielo, a las estrellas, y pensó que en esas luces incandescentes a la distancia podían existir otros iguales, incluso más poderosos, quizás más evolucionados? No Dioses, no deidades. Otras criaturas con los mismos problemas para conseguir agua, un lugar para estacionar o una persona con la que pasar sus días.

El desencadenante de esta semana fue una frase de Marcela Tauro (por quien siento un profundo respeto profesional y un cariño que sólo puede ligarse a su paso por Intrusos en mis años formativos), quien asegura que fue raptada por ovnis. La periodista contó que allá por los 90, cuando trabajaba en la revista Gente, una nave la abdujo en la calle al salir del trabajo y la llevó hasta Ranelagh, en el partido de Berazategui. A su rescate fue, como era de esperarse, Beto Casella. No se me ocurre una historia más fascinante que esta. Realmente, no puedo pensar en un mejor desenlace. ¿Cómo habrá sido esa llamada telefónica? Y, sobre todo, ¿a quién llamarías para que vaya a buscarte a la salida de tu primer encuentro cercano del tercer tipo? Yo creo que llamaría a mi hermana. A veces ensayo la conversación mientras me estoy bañando. Creo que tengo un texto para interpretar que combina las partes justas de urgencia, misterio y emoción. No puedo esperar a usarlo.

Volviendo a Marcela, pienso siempre que nuestras celebridades de mayor o menor importancia tienen una cantidad altísima de historias que involucran fenómenos extraterrestres y/o paranormales. No hay que confundirlos. Los primeros son los que incluyen todo tipo de seres, naves, lugares y máquinas que no tributan en este mundo pero que tienen una corporalidad, una forma, algo de materia. Los segundos son los que suceden cuando algo del “más allá” se pasa una parada del bondi de los muertos y se baja en el living de tu casa a destrozarte la vida. No son divertidos. No vamos a dedicarles más líneas porque francamente me dan miedo.

El cine, los comics y la cultura pop nos han hecho creer que los encuentros con extraterrestres inevitablemente se darán en un terreno de inequidad de fuerzas que nos pondrá a nosotros en peligro. Yo no lo veo tan así. Pienso siempre que pudiendo aparecer en cualquier lugar de este hermoso país, nuestros ovnis eligieron Capilla del Monte como la sucursal de la franquicia terrestre. Si fueran tan horrendos hubieran elegido alguna oficina de Puerto Madero, de esas en las que no sabemos qué hacen, pero que seguramente aloja a gente que nos está arruinando la vida a todos. Si realmente fueran los seres detestables que decimos que son, elegirían atacarnos ahora que tenemos un ejército diezmado y una situación internacional en la que todos desconfían de todos y en donde probablemente nadie pensaría en trazar alianzas, si no más bien en cuidarse hacia adentro. Si no podemos distribuir bien millones de vacunas de forma equitativa para terminar con una pandemia… ¿qué nos hace pensar que nos podríamos poner de acuerdo frente a la llegada de un invasor alienígena?

No, en cambio nuestros aliens decidieron estacionar, vacacionar y regresar siempre a un pueblo cordobés en donde no hay mucho más que un cerro igual a otros mil cerros y una piedra con forma de zapato que fue pegada con cemento. Porque no me vengan ahora con que El Zapato es natural. No nos mintamos entre nosotros. No nos faltemos el respeto.

Yo le creo a Marcela Tauro. ¿Por qué no habría de creerle? Marcela ha engalanado durante décadas cenas familiares y citas amorosas con su presencia tácita. Aguantó estoica en su silla cuando Rial y Ventura se pelearon. Jamás perdió los estribos cada vez que alguien abandonó el móvil de Intrusos, un sueño que hasta aún hoy espero poder cumplir. Diría incluso que el relato de Tauro en pleno prime time no es más que una extensión de aquella treta de Orson Welles que hace casi un siglo informó desde los parlantes de las radios de Nueva York que la ciudad estaba siendo invadida. Marcela es más sutil. Marcela nos dice “están aquí, merodeando, listos para buscarnos a la salida del trabajo y llevarnos a algún lugar del conurbano a comer en un carribar”. No puedo más que entusiasmarme frente a esa perspectiva. Me parece un planazo.

Al escribir “planazo”, destrabé en mí un recuerdo que apenas si había vuelto a revisar en los últimos 20 años: mi visita al museo del OVNI. Pido que se me tome con seriedad, pero con pinzas. Probablemente haya añadido detalles que no formaron parte de la experiencia en sí misma, si no que son el resultado de años de macerar en mi mente lo que mi cuerpo experimentó en esa tarde de lluvia en Córdoba. La lluvia, de hecho, lo explica todo. En medio de unas vacaciones de verano en la vecina provincia, mis padres se vieron obligados a pensar en algún plan que nos saque de la cabaña que habíamos alquilado. Llovía desde hacía tres días. Ya nos habíamos comido todos los productos regionales a disposición, y habíamos gastado dos salarios mínimos en Sacoa. La entrada al museo del OVNI, al módico precio de cinco pesos por cabeza, nos parecía una ganga. El precio, claro, explicaba un poco lo que vimos después: el museo no era más que un garage al fondo de una casa en medio de un monte espeso, detrás de un taller que arreglaba televisores.

En la habitación, contra las paredes, se ubicaban dos o tres escaparates que parecían salidos de un viejo almacén de barrio, en los que se “exponía” una “colección de piezas únicas”. La guía, y directora del establecimiento, era una rubia de acento dudoso de unos setenta años que tenía pinta de haber venido en el Graf Spee. Con la ayuda de tres filminas confeccionadas con fibras, imágenes de la revista Anteojito y cartulinas, explicaba lo que debería ser para estas alturas de público conocimiento: que los extraterrestres, más precisamente lo jupiterianos, habían traído a la tierra todas las cosas que valían la pena. La música, la rueda y los chanchitos, para ser más precisa. Y a la doña no se le daba bien el español, por lo que cada vez que decía “Júpiter” sólo pronunciaba un J sorda que la hacía decir “Úpiter”. Recuerdo que no nos reímos en el momento porque todos nos dimos cuenta de que esa mujer podía matarnos con sus manos si así lo quería. Yo, sin embargo, presté atención. Había algo en su relato que me parecía espectacular: ella le había buscado la vuelta para que el mundo a su alrededor, al menos el que existía entre esas cuatro paredes del garage, tuviera sentido. ¿Quién no se contó a sí mismo alguna vez un cuento, con la esperanza de que así las piezas encajen?

La pieza más atractiva de la muestra era una suerte de vasija de barro rota que se exponía sobre lo que parecía ser un motor que la hacía girar, pero que no era nada más y nada menos que un lavarropas de muñeca. De marca nacional. Gloria, para ser más exacta.

Lo reconocí al instante ya que yo tenía el mismo en mi casa. Intercambié una mirada con la enemiga de Langsdorff que me estudiaba atentamente, presionándome con sus pequeños ojos claros para que yo no develara el secreto: que la pieza insigne de su museo había sido ensamblada muy lejos de Júpiter. En Tierra del Fuego, para ser más precisa.

En silencio, hicimos un pacto. Un pacto de silencio con una potencial doble agente de la Segunda Guerra Mundial, ahora que lo pienso. En esto de superar anécdotas, realmente, no me gana nadie.

No estamos solos en el universo. Existen otras vidas, otras formas, otros espacios. Y, sin embargo, al juzgar la historia completa, me asalta una primera conclusión: tanto ellos como nosotros sucumbimos ante la posibilidad de conocer a alguien de la farándula.

Puede que la vida allá afuera sea más compleja, más evolucionada, fundamentalmente distinta. Y, sin embargo, cede ante lo magnifico: hasta el último de los aliens elige, si se le da la chance, tomarse una birra con Marcela Tauro, a la espera de conocer las más magníficas historias de la farándula argentina.

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