Dos japonesas y un sueño arisco

Dicen que el cerebro trabaja de noche, alguna vez me resultó. Me duermo pensando qué escribir, me despierto con la incertidumbre intacta. A la siesta, buscando algo en un cajón de papeles viejos, veo mi último diploma de Karate y me pregunto desde cuándo está eso ahí. Por mérito al esfuerzo, tesón y buena conducta se me otorga el 6to kiu, creo que es el cinturón naranja que no llegué a tener: Octubre de 1985, saco la cuenta y me da 8 años, me parece raro pero el papel acartonado dice eso, ahí recién aparece el recuerdo del sueño con claridad infrecuente.

Voy otra vez a Karate, no hace mucho pasé por la puerta y vi que ni el pasillo queda, esto en la realidad, en el sueño todo es igual, el pasillo con las paredes cubiertas por esas piedras blancas pegadas -que ni en sueño ni en realidad sé cómo se llaman- la puerta de metal pintada de blanco con inscripciones, la escalera a la derecha que lleva a un entrepiso donde está el vestuario. Pero arriba donde tiene que haber baños y una pared con asiento largo de cemento donde se dejan los bolsos y desde donde se puede espiar el dojo, solo hay más escaleras. Un laberinto de escaleras que bajan y suben, como un enredado andamio en un edificio en construcción, todo dentro de un espacio cerrado frente a un gran escenario. Hay compartimentos vacíos, de ladrillo rojo, en algún momento veo un cuarto lujoso con una cama grande, parece una escena de vidriera pero sin vidrio ni luces. Al final, abajo, encuentro a mi Sensei, es anciana y está sentada, me reconoce y se alegra de verme, festeja mi ocurrencia de aparecerme así después de tanto tiempo, caminamos charlando animados, sonríe, creo que me toma del brazo.

Quizás me dormí pensando en colectivos, el primer viaje largo que aprendí a hacer solo fue a Karate, la primera vez me pasé y di toda la vuelta, la segunda lo logré. Bajaba en plaza de los bomberos y volvía a tomarlo ahí

Me quedo pensando en el sueño, paso un tiempo inconfesable buscando alguna imagen de mi maestra japonesa, no recuerdo su nombre. La encuentro después de mil intentos y derivas, a punto de rendirme ante el sinsentido y el sueño: Sensei Alicia posa en kimono con su noveno dan, sigue activa y mucho más joven de lo que imaginaba y de la que soñé. Algo me sigue dando vueltas y antes de dormirme descubro que la japonesa que soñé no es Sensei Alicia, sino Amelia, la del bar Tokio Norte.

Hoy desperté con otra certeza, no solo que la japonesa no es Alicia sino que yo tampoco soy yo, y esto es, quizás, lo interesante. El vínculo ese que yo soñé con Amelia, y que fue un sueño feliz, no lo viví con ella sino a través de la lectura de Los Ariscos, de Germán Ulrich, de alguna forma soñé que era Varela, uno de los protagonistas. Amelia, la japonesa del Tokio, con otro nombre, es también un personaje en la novela.

Busco el libro y no lo encuentro, seguro lo presté, posiblemente no vuelva. Lo leí hace más de un año, pero lo recuerdo bien, me gustó mucho. Es una novela intensa, con pasajes poéticos y hasta eróticos eficazmente austeros. Transcurre entre santa fe y la costa, en alguna zona rural cerca de San Javier y Alejandra, tiene personajes mocovíes con sus voces, la construcción del espacio es nítida y decisiva, sin alegoría ni costumbrismo. Recuerdo una prosa arisca y cautivante, despojada y precisa, muy efectiva. Así también es el final y en la última escena, cinematográfica, hay un colectivo que se va con la novela, pero que al menos en mi caso, puede volver en cualquier sueño.

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