La fina línea entre viejo y vintage: sobre esa base se cataloga algo como basura o como objeto de deseo.

Todos recordamos al entrañable Enrique El Antiguo, aquel personaje de Poné a Francella (Telefé, 2001-2002) que nos daba una versión del ídolo en blanco y negro, vieja y a destiempo, que disfrutaba de bailar canciones de los 50 mientras todo a su alrededor se teñía con la pátina de colores saturados de los primeros 2000. Nos gustaba reírnos de su desfachatez, de su innegable ridiculez, de lo bizarras que se ponen las cosas populares o masivas con el paso del tiempo. Hay algo ahí que merece ser investigado, un fenómeno complejo que no me atrevo a desentrañar del todo. Menos mal que escribo para confundir, y no para informar.

Yo creo que vivimos en un mundo que constantemente le cambia el valor de mercado a la melancolía. O a la nostalgia. Sé que ambas cosas no son lo mismo, pero operan en nuestros patrones de consumo de manera similar. Basta con mirar cualquier tienda de remeras estampadas para darnos cuenta de que el 80% de los dibujos y las imágenes que elegimos vestir provienen de productos de la cultura pop que saltaron a la popularidad en épocas pasadas. Todo el catálogo de Netflix se tiñe de versiones, reversiones, precuelas y secuelas de películas que disfrutamos en nuestra infancia. Algunas reeditadas hasta el hartazgo, muriendo bajo los estándares de las nuevas correcciones políticas que poco importaban hasta hace algunas décadas (o años, incluso).

Es interesante cómo esa noción popular de que “las cosas con las que crecemos nos acompañan toda la vida” ahora es básicamente una ley de producción de contenidos. No hay forma de librarse de Rápido y Furioso. Estamos obligados a seguir a Toretto y compañía en las próximas 134 aventuras, hasta que Vin Diesel fallezca y sea reemplazado por un androide mezcla de un pelado y un Ford Taunus. Y, ¿saben que es lo peor? Que esa sola premisa ya me entusiasmó. Porque si hay algo que soy, además de una contradicción andante, es una bebé consumo. Necesito consumir. Todo el tiempo, todas las cosas. Al menos las que se consiguen de forma legal. Y hasta por ahí nomás.

A lo que voy es que no puedo entender cómo pasamos de la lógica de la generación de nuestros padres, que estaba obsesionada con un futuro de autos voladores y mujeres biónicas, a esta generación de personas que se desviven por conseguir un sifón de vidrio para decorar sus hogares. Es increíble que ahora consideremos como objetos que dan status a cosas que hasta hace dos días eran basura. Aplica también a los discursos de derecha y a las ideas anti-vacunas que nos proponen un revival del siglo XVIII. Todo esto lleva a un desenlace inesperado: a la construcción de un nuevo patrón de consumo que hace que un par de ojotas Adilette salgan 4800 pesos. Si, las mismas Adilette que tu abuelo usaba los domingos de verano para preparar el asado y espantar las moscas.

De hecho, entrando en el terreno de la construcción estética, siento que los milennials y centennials nos forjamos bajo las lógicas de “era una joda y quedó”. Todos, sin importar el género autopercibido, nos estamos vistiendo como cobrador puerta a puerta de la cooperativa escolar, bicicleta “vintage” incluida. Pantalones amplios color beige, zapatillas Sorpasso, camisa a cuadros, piluso y una riñonera es casi el starter pack de nuestra generación. Al menos una de esas prendas tenés en tu placard, no me lo niegues. Este invierno, como si fuera poco, volvieron a usarse los chalecos de lana. Increíble como ahora mismo, todos los productos de la caja que UPCN le manda a los trabajadores públicos año a año son el último grito de la moda. Sindicalismo fashion, rey. No lo entenderías.

El sobreprecio de los artículos de extrema necesidad para la vida milennial no es una novedad. Basta con ver el caso de la palta, alimento promedio de les jóvenes criados post-convertibilidad, que suele tener un valor de mercado excesivamente por encima de lo aceptable. Y, sin embargo, se sigue consumiendo. Algo que la palta y la falopa tienen en común. Quizás tienen más cosas en común y yo las desconozco: como poca palta.

Ahora también hemos vuelto al consumo del vermut, la soda y el Amargo Obrero. Me molesta que siempre creamos que hemos descubierto algo nuevo cuando, en realidad, lo único que hacemos es revisar las góndolas de ofertas de los supermercados. No estamos a la vanguardia de nada, amigues. Simplemente tenemos poca plata.

Lo real y lo concreto es que hay alguien que supo hacernos entender que el futuro era poco promisorio y que la posta es vivir eternamente como si tuvieras quince años. Esto me asusta porque mis quince años concuerdan cronológicamente con la era flogger, que es probablemente el peor momento histórico de la Argentina en términos estéticos. Jeans tiro bajo, remeras de selecciones de rugby que no existían, flequillos grasosos que te obstruían el 87% del campo visual y un consumo desmedido de perfumes marca Ticket marcaron mis años adolescentes. No quiero volver a eso. Pero veo con pavor que estamos recuperando los peinados de fines de los 90 y entiendo que inevitablemente en algún momento volveremos al jean Fiorucci que ostentaba el premio de ser el único pantalón que no le quedaba bien a nadie.

Todes tenemos un amigo que no puede salir de su viaje a Bariloche. Verlo es grotesco. No importa cuánto tiempo pase, él sigue rememorando la gloria de esos diez días de alcohol de mala calidad y excursiones con sobreprecios en un loop interminable. Toda conversación, inevitablemente, llega al punto en donde él cree necesario por vez mil volver a contar esa anécdota que incluye a un San Bernardo, dos botellas de cerveza Quilmes y un coordinador que, con el diario del lunes, entendemos que se pasó todo el viaje bajo los efectos de algún estupefaciente. Para ese amigo, nunca nada va a ser igual que Bariloche. Y a él apuntan todas las oleadas de consumo que buscan hacernos comprar cosas que ya no necesitamos, y que además están viejas.

Hay una línea fina entre lo viejo y lo “vintage”, ¿no? Me cuesta darme cuenta cuál es cuál. Hacia el final de la escala entrarían los “vetustos”, que son los Cacho Castaña de la historia. Hay un cúmulo de pequeñas cosas a las que no deberíamos volver. Albergo cierta esperanza de que ahí se depositen los jeans tiro bajo.

Este vórtice de volver a vivir una y otra y otra vez las cosas del pasado nos ha hecho repetir el asesinato de los padres de Batman unas cuatro veces en la última década. Es inaudito. Parece que ya no existen historias nuevas. El futuro, que antes nos encandilaba con sus luces brillantes y sus cápsulas espaciales no es más que una mentira de cartón forjada en Hollywood, en el mismo galpón en el que el hombre llegó a la Luna. Ahora nos conformamos con ver una y otra y otra vez la misma historia, en HD y con sonido 5.1, en la comodidad de nuestra casa, dándole espacio en nuestro living al callejón de Ciudad Gótica en el que azotan a tiros a los papás de Bruno Díaz. Qué obsesión con la orfandad hay en nuestros consumos. Entre Batman, Harry Potter y toda la filmografía de Disney y de Cris Morena, las familias completas se cuentan con los dedos de una mano.

Entre esas tragedias, encontramos confort. Preferimos ver a Mufasa morir mil veces, ahora en versión live action o musical de Broadway, que entregarnos a nuevas historias. Nada, absolutamente nada, va a estar al nivel de las fantasías que nos forjaron la psiquis en aquellas tardes de dibujitos y chocolatadas. Y eso justifica que a los cuarenta años un Leandro cualquiera vaya a trabajar con una remera de Robotech o de Dragon Ball. Jamás va a venderse al sistema pero ¿por Gokú? Por Gokú da la vida.

Así es como ahora nos plantamos delante de las nuevas generaciones, esas que apenas si retienen la atención durante quince segundos para ver un challenge en TikTok, y les aseguramos con total naturalidad que nada es como solía ser. Y no. Claro que no. Vivir la vida entre patoaventuras es mucho más interesante que luchar contra la página de AFIP cada principio de mes para meter esas dos o tres facturas que, por ahora, alcanzan para comer y comprar muñequitos.

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