Antes de que los cybers vuelvan a ponerse de moda, recordamos el ecosistema de nuestra adolescencia.

Quienes tenemos entre 25 y 45 años contamos con un privilegio espectacular: nuestra primera aproximación al delito la tuvimos, sin lugar a dudas, en los viejos cybers y locutorios que ocupaban nuestras horas libres allá por la primera década de los 2000. Esos calabozos sombríos, que crecieron como hongos en la humedad de una pared y que con la misma rapidez desaparecieron años después, albergaban a un variopinto de seres fantásticos dignos de una novela de Roberto Arlt. Los niños de hoy no lo entenderían. Nacieron con un teléfono en la mano y una computadora a metros de distancia, incluso si no es propia o de la familia. Pero hubo una época no muy lejana en la que una moneda de un peso se configuraba en la llave de acceso a ese magnífico mundo de la internet.

El cyber era lo más parecido a un bar de pueblo que una generación entera tuvo. Muertos los “fichines” y los kioscos con mesas en la puerta, cualquier cosa que te permitiera salir de tu casa para reunirte con tus amigos resultaba válida. Y el cyber no era sólo un lugar de reunión. Era, sobre todo, el espacio donde el futuro pasaba frente a nuestros ojos. Y el futuro era muy claro: lúgubre, con mala ventilación y gaseosas carísimas.

El cyber de mi barrio quedaba a una cuadra de mi casa y no tenía más de 22 metros cuadrados. El señor que lo atendía se había entregado a la frustración hacía varios años, o al menos así lo indicaba la roída camiseta de morley que usaba todos los días y su línea de cabello que ya había abandonado su frente y le alcanzaba a cubrir sólo un 37% de la cabeza. Fumaba adentro y nunca apagaba las máquinas. De fondo sonaba Chento en loop como en una suerte de espiral interminable de propagandas de jeans Fiorucci y temas tecnos mal producidos. Y ahí estábamos nosotros, los hijos y nietos de los gringos que fundaron el barrio, gastándonos la plata de las mensualidades en jugar al Counter y chatear con la persona que nos gustaba día tras día, noche tras noche, sin entender que el mundo iba a cambiar por completo. Que nos iba a cambiar en la cara. Y que ese cyber iba a ir a parar al mismo cielo en el que ya descansaban los locales “Todo por dos pesos” y las hamburgueserías “Pumper Nic”.

A mí no me gustaba ir al cyber. En retrospectiva, siempre hay cosas de la niñez y la adolescencia que nos resultan turbias. Intenten mirar de nuevo la película Fantasía, de Disney, o algunas imágenes de Jugate Conmigo. El tiempo transforma todo en un capítulo de Memoria de Chiche Gelblung. Y el cyber de mi barrio no debía pasar ni un examen de bromatología ni de habilitación municipal, menos todavía de la Ley Micaela.

Las computadoras se dividían en dos: las que servían para jugar y las que servían para chatear. Había gente que, a mi entender, ya residía ahí de manera permanente. Nunca los vi ni entrar ni salir. Recuerdo a uno con la remera de La Cruda y el pelo cremoso que se dedicaba a pasar los niveles difíciles de los juegos a cambio de un porrón o de unas rueditas de pizza. No sé qué fue de su vida cuando el cyber cerró. Quizás quedó ahí en algún rincón hasta que años después el dueño de la verdulería que subalquilaba el local lo encontró mustio y seco entre dos cajones de papas lavadas y no supo qué hacer con él. Quizás simplemente se marchó hacia el próximo espacio de consumo de época que se le presentó y vivió durante años en un gimnasio de crossfit o en una cervecería artesanal. Nunca lo supe, y ahora no es momento de averiguarlo.

Otra banda solía ubicarse en las computadoras del fondo a escuchar Rammstein y a hablar por celular. A las compus no las usaban para jugar, simplemente descargaban cosas en pendrives. Tomaban Gancia con Sprite a cualquier hora del día y llevaban ropa negra y muchos anillos. Nunca supe si realmente eran mafiosos que se dedicaban al tráfico de datos e información o si simplemente eran sucios y punto. Se me ocurre a la distancia que la gente turbia hace un esfuerzo por no ser turbia y ellos, en todo caso, impostaban una actitud de malandra callejero con tachas y cadenas que no les quedaba para nada natural. En ese momento, yo pensaba que prendían sahumerios porque sus computadoras estaban al lado del baño que históricamente estuvo siempre y sin distinción “fuera de servicio”. Ahora me doy cuenta de que el sahumerio era un manso paraguayo prensado que les ayudaba a vivir. Empatizo, a la distancia.

No extraño entonces la vida del cyber porque ese ambiente además atentaba contra mi incipiente feminismo. A mí no me gustaba hacer en el cyber las cosas que teóricamente yo tenía que hacer en el cyber, que eran chatear con gente que estaba en la compu de al lado y descargar canciones de Camila o de Reik para llevarme en mi reproductor de MP3, que por ese entonces tenía más virus que el pasamanos de un colectivo de la línea 15. Yo lo que quería era lo que estaba en el otro sector de computadoras. Yo quería masacrar gente en el Counter Strike.

Aquí podríamos hacer una semblanza acerca de lo peligroso que es darles a personitas en sus años formativos en educación emocional, sin herramientas y cargados de frustraciones, la posibilidad de desparramar odio y muerte en un juego on line. Pero no lo vamos a hacer porque para eso hay que estudiar, y mucho, entonces nos vamos a callar la boca. Piensen por un segundo lo apacible y espectacular que sería el mundo si todos y todas aprendiéramos esta lección.

Sí voy a decir que los chicos de mi barrio, católicos y boy scouts que sólo salían de su casa para ir a básquet y a la misa, adoraban esos momentos de expresión de su ira que el Counter les proponía. Salían del cyber con la piel tersa, la mirada calma, las manos en los bolsillos y la carcajada clarita de quien no tiene mayores problemas en la vida. A nosotras nos tocaban los amores no correspondidos y los temas románticos latinos con los que íbamos a configurar todos nuestros vínculos de la manera más tóxica y dañina posible. En ese entonces, la verdad, mi reflexión no llegaba tan lejos. Yo sólo quería jugar. Hacer algo más que sentarme a esperar a que alguien me responda una postal de Yahoo a duras penas animada que pretendía encantar, enamorar, conquistar. Toda la situación me parecía patética. Tanto o más patética que el señor que atendía, que sólo se retiraba de la barra para venir a ponerte el arroba en la compu porque los teclados, vaya una a saber por qué, estaban configurados en inglés. Probablemente era un ardid para estar cerca nuestro.

¿Ven que la cosa se pone cada vez más tenebrosa?

La cuestión es que nosotras ocupábamos en fila las computadoras de la pared sur, y los muchachos los de la pared norte. Y ahí pasábamos la tarde escuchándolos pasarse directivas para derrotar a los terroristas, que habían sido recientemente ascendidos a la categoría de “máxima amenaza para el mundo todo” por haber, en teoría, volado las Torres Gemelas. Los muchachos también se iban del cyber con algún que otro chip imperialista instalado en la cabeza, pero, vamos a ser sinceros, no era tan nocivo como la mecánica de sumisión y paciente espera que se nos inoculaba a nosotras. Muchos de ellos terminaron siendo libertarios o votando a Macri, pero quizás la Ley de Educación Federal y el advenimiento del monopolio Clarín tuvieron bastante más que ver con eso que el Counter Strike. O simplemente sus familias eran gorilas. También las hay, por lo que me cuentan.

Ahora cuando veo que los pibes no se sientan a jugar si no tienen un procesador de la NASA, una silla con suspensión hidráulica, teclado y mouse gamer con 349.287 luces de colores y una placa de video con la que se podría editar una película de Marvel me dan ganas de echarme una carcajada. Nacieron cuando el olor a perro mojado que decoraba todos los cybers se había disipado. Creen, en su inocencia, que conocen la adversidad.

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