Al Ale, amigo entrañable

Cuando escuchamos, a las doce de la noche, los balazos en la puerta del penal, aquel 24 de marzo, sabíamos lo que iba a pasar. Más o menos. No había antecedentes de las abominaciones de que estos tipos eran capaces. Yo estaba encerrada en una celda con la Negrita, que tenía una hija de un año, Valentina. La Negra, más comprometida con la militancia que yo, me dijo rápidamente: nos tiramos al suelo y protegemos a la nena. Me acuerdo de su voz, tirante, urgente, y, de una, creyendo que nos iban a matar, que seguirían a los tiros, nos tumbamos en el suelo de la celda para cubrir a la Valen.

Tuvimos tiempo de pensar en lo único importante en ese momento, y quizá en todos los momentos de las madres. Las Madres no pudieron protegernos porque ya éramos grandes y hacíamos la nuestra. La “nuestra” era decisión, coraje, solidaridad, lealtad, y ya no necesitábamos que alguien cubriera nuestros cuerpos. Como casi siempre pasa, los hijos enseñan a los padres a no quedarse en el pasado, a acompañarlos con amor (a mí personalmente mi hija me volvió a la vida exactamente en enero del 21). De ahí que, de tales hijos, tales Madres. Que dejaron el delantal y la cocina para proteger nuestra memoria.

Fuimos, quizá, hasta ahora, la última generación –y no era toda una generación, éramos algunos de todos. Muchos, pero no todos. Si no, no hubiera cantado el gallo negro. Decía, fuimos la última generación que pudo proyectar un futuro para todos. No le teníamos miedo al futuro, porque lo estábamos construyendo con nuestros propios cuerpos.

Quiero decir que ninguno de los que pasamos por ahí ignoraba las consecuencias de las acciones que llevábamos adelante. Mi hermana había caído presa en el 71. Yo caí en el 75. Mi hermano en el 81. No voy a poner más fechas porque todos sabemos que hubo un largo período histórico en nuestro país plagado de golpes de Estado. Así que ir en cana era una posibilidad muy actual para los que militaban o andaban cerca. Que nos mataran, también: el golpe de Chile fue una advertencia. Por eso digo: los cuerpos. Por eso leíamos lo que dicen Adorno y Horkheimer sobre el propósito de los torturadores: reducir al torturado a mera cosa, un ser sin alma, por usar esta bendita palabra, similar a ellos.

Pero esos cuerpos no eran objetos aislados, por lo menos, hasta el momento efectivo de la picana o del balazo. No es que estábamos solos e inermes a merced del odio o la represión. Éramos todos en cada uno. Y te diría que ni siquiera en el momento de la tortura estábamos solos, de ahí que cuando recuerdo las amenazas y los gritos del 24, también recuerdo que cada una de nosotras nos sentimos responsables de todas las compañeras.

Y así como nosotros éramos hijos de la revolución cubana, bajo la mirada del Che, queríamos que nuestros hijos vivieran en un mundo de justicia y libertad, lejos del individualismo, en un círculo colectivo de amor. Al momento del golpe, lo único que pudimos hacer, fue resguardar la vida de nuestra cría con nuestros propios cuerpos: quisimos protegerte.

Te la resumo así: después de nosotros vino una generación aplastada por la ferocidad del neoliberalismo, con toda la parafernalia del desprecio por la política, la meritocracia que nos hace pensar que los pobres son sólo impotentes para cambiar su suerte: que trabajó para que las personas carecieran de la posibilidad de entender que la historia se mueve, que es posible cambiarla, que sólo hace falta sentirse parte de los otros, que uno no termina en su propio ser, sino que hay un flujo que nos conecta y nos hace, o nos podríamos hacer, menos solos, más potentes. (Yo le diría a Spinoza que hay quienes saben lo que puede un cuerpo: lo saben los represores; lo supimos nosotros).

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