Vampiros

Me gusta mucho el género de terror. Hace un siglo atrás charlaba con amigas, buenas lectoras de obras clásicas anglosajonas, sobre la figura del vampiro en la literatura. Me obsesioné y releí algunos clásicos. Entre las lecturas nuevas, encontré que el Drácula de Bram Stoker (1897) no era la primera obra sobre el mito, si bien la más leída (se la disputan Salem’s Lot de Stephen King y Entrevista con un vampiro de Anne Rice). El hallazgo fue el precedente de Stoker: el Tratado sobre Vampiros, de Agustín Calmet.

Imposible hallar la obra de Calmet en formato virtual hace más de una década atrás (aún sigue siendo difícil). El original o su copia estaban resguardados en viejas bibliotecas europeas. Hurgando, me exalté con una edición impresa, contemporánea a mi búsqueda, de la editorial madrileña Reino de Goneril. Atrapada por la planta carnívora de la virtualidad, leí sobre el monje.

Calmet vivió largo porque era monje (85 años, muere en París en 1757) así que no la pasaba mal y tenía lo que todos los escritores queremos: tiempo para escribir. Era abad del monasterio de la orden de San Benito de Sénones, Lorena, y su especialidad era la exégesis: interpretaba textos. Escribió un Comentario Literal sobre el Antiguo y Nuevo Testamento, de 23 tomos y un Diccionario de términos bíblicos, también con el adjetivo “literal” en su título, dado que se especializó en desestimar la interpretación moral y mística de las escrituras. En 1746 publica un libro sobre “los resucitados que salen de sus tumbas para alimentarse con la sangre de los vivos”. El nombre completo de la obra que tuvo que haber leído Stoker: Tratado de las apariciones de los ángeles, de los demonios y de las almas de los difuntos y la Disertación sobre los redivivos en cuerpo, los excomulgados, los upiros o vampiros y los brucolacos.

Yo conseguí la obra impresa de Calmet gracias a mi cuñada argentino-chilena, que lo compró en Santiago y me lo envió a Santa Fe. Es un libro hermoso, editado en papel rústico, con una tapa roja y un Drácula mordiendo en estética noir. El estilo de Calmet es verdaderamente literal y deja a la interpretación de los lectores la cuestión de la probatoria o la creencia, porque nunca encuentra testigos de los hechos que le leen o le cuentan. Transcribo algunos títulos de capítulos: Ejemplo de personas que se prometieron darse noticias del otro mundo después de la muerte; Ejemplos de personas ahogadas que han vuelto sanas. En el capítulo 48 intenta responder si los vampiros están muertos o no, y lanza, respecto del caso de un campesino: “No garantizo todas las circunstancias. El lector sensato sacará las conclusiones que juzgue oportunas. Si son verdaderas, he aquí un verdadero reviviente que bebe, come, habla y da señales de su presencia durante tres años enteros, y sin ninguna muestra de respeto”.

El tratado de Calmet se hizo popular porque ponía a la par relatos de gente común y relatos provenientes de la medicina y de la iglesia. Monta al vampiro en el carril del chupasangre, el muerto con hambre, el que saca del otro para vivir, el que vuelve a venir atraído por la energía vital del resto. En el siglo XVIII, el Voltaire de la Ilustración revisa, con ironía, los casos de vampiros referidos por el monje y hace una analogía con los vampiros políticos en la Europa de su tiempo.

También hay un antes del antes, como en el germen de la sangre infectada: anterior al tratado fue un informe de 1732, llamado Visum et Repertum, publicado en Serbia, sobre el caso Arnold Paole, un soldado serbio muerto, que revivía. El caso tuvo atento, mediante los rumores primero, y los relatos populares después, a los balkans, que sufrían una epidemia de personas que se mordían entre sí y que durante meses quedaban infectadas por fiebre, sed y dolores. El informe Arnold Paole se leyó y circuló por Europa, y fue este texto el que popularizó el uso del latino vampirus.

El caso Arnold Paole fue investigado por Flückinger y Glaser, dos médicos militares enviados a resolver de una vez las creencias terroríficas y a aplacar los rumores. Flückinger escribió el informe y más tarde, el padre de Glaser lo publicó en el diario en formato entrega. Es decir: mediatizaron la investigación científica (¿la primera serie de terror popular?). Resulta que el padre de Glaser era corresponsal del diario Commercium Litterarium de Nüremberg, y publicó una carta escrita por él, describiendo el caso del soldado reviviente, tal y como se lo relató su hijo (mediante otra carta). La publicación generó tal interés que el informe y las cartas fueron comentados y citados en otros tratados y artículos, y propagaron el mito en Europa. Es fácil hacer la analogía: la infección fue puesta en marcha por la reescritura.

De las historias de la literatura sobre vampires que más me gustan a mí son El Vampiro de John William Polidori, texto escrito en las mismas noches de desenfreno gótico que el Frankenstein de Mary Shelley, y en la misma casa de los Shelley, en Villa Diodati, Suiza, en 1816. Otra es Carmilla, de Sheridan Le Fanu, escrita en 1872, un texto que repulsó a los lectores por el amor lésbico entre una niña y una vampira. En Argentina en 1816 se escribía el acta de la declaración de la Independencia y en 1872 se publicaba la primera parte del Martín Fierro. Casi cien años después, tendríamos la versión de Pizarnik de La condesa sangrienta de Valentine Penrose, obra inspirada a su vez en la figura de la condesa Erzébeth Báthory, tomadora de sangre de niñas húngaras para conservar la belleza y la vida eternas. Pizarnik es para mí también una vampira, por misterio y por infección de escritura. Toda una cohorte de revivientes leyendo y escribiendo sobre estas gemas oscuras, y con alivio sabremos, por defecto moderno, que sólo es ficción.

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