Mi mamá y mis abuelos hacían tareas que para mí eran un misterio: almidonar, planchar, hacer arroz con leche, budín de pan o un guiso. En todas hay un cambio de la materia de un estado a otro: para almidonar hacía falta almidón con agua en dosis equilibradas, así como para planchar al vapor hacía falta el balance de la humedad en el trapo o para el arroz con leche, el ojo puesto en el espesor de los líquidos que hierven, en el azúcar quemado. Los amarillos que asaba mi abuelo en el patio venían con la fragancia del río y se iban embebiendo en limón y ajo.

Esas conversiones de lo crudo a lo cocido, de lo arrugado a lo liso, del líquido a lo espeso, son acciones que siguen siendo un misterio para mí. Cuando cocino, no deseo saber todo. Quiero la imperfección de hacer una y otra vez, hasta el punto preciso. Ese ensayo y ajuste, ese calibrama, movilizaba la lengua familiar: ¿le faltará largar más jugo? ¿tiene suficiente azúcar? Para la próxima habría que hacer más ensalada criolla. A mí me gusta más caldudo, con más papa.

En los noventa mi abuelo cocinaba con maestría, administrando la única entrada de la casa, su jubilación. Nada se iba, todo se quedaba en casa, transformado en golosinas sabrosas que alimentaban la panza: pencas fritas de acelga pasadas por huevo y pan, torrejas de arroz, paté para untar, pucherito de gallina. Mi hermano hacía tortas los fines de semana, tenía mano para batir y rociar con las claras hechas espuma. Pero en los noventa, dejamos de mover la lengua. No más calibrama: comíamos rico, pero era la cantidad y la durabilidad de los alimentos lo que valorábamos. La pizza, de masa casera. Aprendí a amasar y a guisar.

En los dos mil, cuando me fui a vivir sola, podía pagar el alquiler y los impuestos y comer con lo justo. Todos los recursos de la cocina estuvieron para alimentarme. Lo que sabía sobre los alimentos también fue (sigue siendo) un conocimiento preciado. Invoco a veces esos sabores en mi memoria porque sí, sin cocinarlos. Me traen a quienes me enseñaron a cocinarlos, por eso los invoco.

Haría un taller de relatos de comidas familiares, para volver a ese calibrama. Por ejemplo: los huevos, sacarle galladura blanca, hacerlos romper en el borde del plato y lograr el golpe seco que abre en dos y deja resbalar el interior. Verlos acomodarse como átomos chocando entre sí, una maravilla amarilla y transparente. Después rociarlos con varios puñados de azúcar que se agarran a esa envoltura brillosa que tienen los huevos, batir hasta que se disuelva y el azúcar no raye el fondo del plato. Ahora un chorro oscuro de vainilla, cómo llena la nariz de madera dulce, florecida. Ahora se echa la harina de la taza. Plop, integrar envolvente con la espátula, dejarle globos de aire para que respire y se hinche.

Los grumos son hermosos de pelear, se disuelven y la masa cremosa dan ganas de probarla. Un dedo hundimos en la crema y la lengua dice está muy rica. Media taza más de harina, los vamos a freír en grasa ¿pero le ponemos pasas o quedaron nueces? Pocas, le ponemos lo que queda, igual huelen dulces y agrias, me como una porque no aguanto. El polvillo de las nueces picadas también lo hecho adentro, la masa queda con lunares. Vos no freís, porque la grasa quema, lo hago yo. Me quedo a escuchar cómo bullen y se doran, abuela. Te veo cocinar que es como verte bailar, salen los buñuelos de a uno, con hilitos que parecen fuego, como debe ser el sol si estira los rayos, en lenguas. Salen humeantes, me queman las yemas de los dedos, esperá que se enfríen un poco. Parto al medio y soplo, ffu, ffu, ffu, la boca se llena de masa suave y explota explótame expló el crocante entre los dientes.

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