Por Federico Ferroggiaro

Al fin me llegó. Me lo trajeron. Al cabo de tan larga y tensa espera, ahora sí tengo yo también a mi refugiado ucraniano en casa. A la vecina del séptimo se lo dieron hace más de una semana. Por envidia, lo admito, pensé que los responsables de la oenegé que los reciben y reparten querían perjudicarme. En complicidad con esa víbora de mi vecina, llegué a sospecharlo. Pero ya se me pasó, me tranquilicé, porque tengo conmigo a mi ucraniano. La que ahora debe estar trinando de bronca es mi vecina, porque a ella le dejaron una mujer sesentona, gorda y harapienta, y a mí, en cambio, me asignaron un muchacho. Un joven todo rubio como las espigas de trigo al sol, bien blanco, y con una sonrisa que te ilumina el departamento. Ya publiqué varias fotos con él en Instagram y en Facebook, así que mis seguidores pueden confirmarlo. Un encanto mi refugiado; nadie puede tener la más mínima duda de que se trata de un legítimo ucraniano.

Cuando los indigentes del barrio me ven paseando con él, hacen gestos de sorpresa y desagrado. Recelan, quizás hasta se enojen, mientras revuelven los tachos de basura y comen porquerías, de la suerte que tiene mi ucraniano. Claro, lo notan higienizado y rozagante, y saben que le compré ropa nueva y que duerme en una cama. Son injustos: ellos acá tienen de todo, todo fácil y debe molestarles que la gente ayude a estos pobres desafortunados. Son ingratos: muchas veces les di fideos y bolsas llenas de buzos viejos y no han progresado ni me sonríen cuando les hablo como hace él, mi ucraniano. Son egoístas y mezquinos: ni se imaginan los sufrimientos que ha tenido que sufrir mi refugiado.

Nos estamos conociendo, claro. Con el idioma andamos medios perdidos. Ambos. De español, él, ni una palabra. Y para mí, lo que sea que hable él, me resulta chino básico. Probamos con el inglés y con el francés. Tampoco hubo caso: no soy de las personas que te aprenden otra lengua en un dos por cuatro. A mí, por favor, hablame en castellano. Cuestión que, lo que se dice charlar, mucho no charlamos. Pero ni falta que hace. Yo le cuento mis cosas, después del almuerzo o de la cena, y él parece escucharme. Por cómo me mira, creo que a pesar del abismo del lenguaje, él me comprende como nadie. Diría que entiende todo, pero va a sonar exagerado.

Yo también lo entiendo. Me basta con una mirada. ¡Cuánta miseria, cuánto horror habrá visto con esos ojitos azules que parecen inmaculados! La guerra, el hambre, la pobreza, la destrucción y la muerte… todas esas cosas horrendas que habrá soportado antes de escaparse y poder llegar acá, donde debe sentirse a salvo.

Sin embargo, a veces siento que me mira a mí con ese espanto indeleble que se trajo de Ucrania. De aquellas imágenes terroríficas que lo han amargado. Por eso, en vez de observarme con agradecimiento y afecto –le doy cuatro comidas, abrigo, un techo que lo cobija– me parece que cuando estamos juntos me mira a mí, que lo protejo y lo cuido, triste y resignado. Como si el recuerdo de lo monstruosos que pueden ser los seres humanos no se le pudiera quitar de la mirada.

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