Frente a las crisis, elaboramos como podemos algún tipo de respuesta, de defensa. Pero, ¿qué sucede cuando esas respuestas son demandas continuas y repetitivas de éxito individual, de felicidad a cualquier costo?

¿Cómo entender la aparición de fenómenos de impulsividad, muy comunes en ciertas modalidades de consumo, aunque también en las prepotencias diarias a las que nos hemos malacostumbrado? Las escenas de la vida cotidiana muestran excesivamente que la estructura discursiva en la que se sostiene el lazo social deviene cada vez más frágil y efímera. Podría decirse que es, justamente, una trama sostenida por la avidez de novedad y por el rechazo a todo aquello que incomoda. Es notable esta paradoja, dado que estaríamos hablando de un lazo garantizado por la posibilidad de vulnerarlo o ponerlo a prueba, fragilizando así el sostén que nos provee.

En tiempos de crisis, que no son excepcionales, se ponen en marcha mecanismos defensivos más o menos resolutivos que triunfan al fracasar. Por el hecho de no devenir dogmas, a modo de recetas de una vez y para siempre, lejos de ser considerados como anomalías, constituyen respuestas parciales y prestas a ser revisadas cada vez.

Recortemos alguna actividad de la vida humana –amar, trabajar, recrearse o la vida social misma– y notaremos que existen tendencias a la consecución de placer las que, traspasando cierto límite, comienzan a producir lo contrario: dolor o displacer. Lo que el psicoanálisis descubre es que esta fuerza emana del cuerpo y exige satisfacción, siendo efecto del encuentro con quienes vehiculizan las marcas que una cultura pretende imprimir.

Lo real de este empuje no puede captarse más que mediante los afectos, especialmente, la angustia, aquella que se experimenta sin lograr entenderla claramente. Otra de las maneras de reconocerlo, es prestando atención a las maniobras que buscan apaciguarlo, las cuales cambian en cada época, contexto y aún en cada sujeto.

Así, verbigracia, lo político –concebido en tanto dimensión que trasvasa ampliamente el campo de la política– asume el lugar de tramitación de aquellas tensiones que se evidencian en el terreno de lo social, pero que adquieren formas sintomáticas singulares.

Recurramos a Freud. En su ensayo El porvenir de una ilusión, formula hipótesis que tienden a concebir la cultura como defensa frente al desamparo del ser humano con respecto a la naturaleza –amenazante peligro para la comunidad humana. A su vez, las grandes ilusiones –como ser las ideas absolutas que promueven las religiones– se presentan como formas de otorgar sentidos a las vivencias a la que antes aludíamos. Se abre, a partir de allí, una perspectiva esperanzadora que avizora un horizonte en el cual cierto tratamiento del malestar social y de las injusticias añadidas a él sea posible.

En otro de los trabajos de su prolífica obra, titulado El malestar en la cultura, nos advierte de diferentes recursos para arreglárselas con el malestar que nos habita por estar inmersos y ser efectos de la cultura. Entre los desvíos de la tendencia a la satisfacción directa hacia fines aceptados culturalmente encontramos las ciencias, el arte, como así también el consumo de sustancias. Este intento de solución tiene una doble virtud: posibilita el acceso a experiencias de placer, al tiempo que produce cultura.

Estas reflexiones freudianas acentúan dos cosas. Por un lado, que nuevos órdenes, acuerdos y modos de nombrar lo que sucede en la vida anímica y en la escena social, acarrean transformaciones de las cuales no hay vuelta atrás. Dicho de otro modo, cada época y cada sociedad produce invenciones para defenderse de estos avatares, y aún cuando estas defensas fracasen –porque la eliminación nunca es plena– nos preguntamos qué pasa en el contexto actual, cuando lejos está la sociedad de ser un recurso defensivo. Muy por el contrario, los discursos de odio, de arengas de goce individual, de anulación del otro y de descrédito de un marco institucional que ampare, están a la orden del día.

Resaltemos que los cambios son inherentes a la historia y desde el momento en que se producen a nivel del discurso, es decir, de las formas de hablar de lo que nos sucede como sociedad, el lazo social se transforma. Aún más, estamos enlazados socialmente a partir de los lugares que ocupamos en los diferentes discursos. Sin embargo, los sujetos están no solo bañados de discursos, sino que la tendencia a la satisfacción implica un más allá o más acá de lo discursivo.

Finalmente, algo novedoso es parte de nuestro tiempo. La cultura no acota ya la satisfacción sin límite conducente a la ruptura del lazo y a situaciones de riesgo; contrariamente, promueve el empuje de los sujetos a exigir el “derecho” a ser explotados con la ilusión de libertad, a ser pura realidad procuradora de satisfacciones a cualquier costo, sin historia, sin lazo con otros, sin política.

Llamemos ahora las cosas por su nombre: aquello que está en la base de la repetición compulsiva, es la silenciosa pulsión de muerte, imposible de suprimir, aunque plausible de ser acotada, introduciéndola en los carriles de la palabra y los acuerdos, más aún, en los actos de palabra.

Cuando advienen modalidades de consumo que conducen sin mediación a una relación mortífera con el cuerpo, cuando se actúa el malestar con respecto a las instituciones –escuela, trabajo, sindicato, familia, la que sea– exigiendo respuestas inmediatas, imperiosas y eficaces, o cuando se impone el “sé feliz”, el “éxito o nada” como emblemas garantes del buen vivir, estamos frente a la presencia de la muerte del deseo. El psicoanálisis nos enseña que existir es existir en el deseo, y el deseo tiene implicancia ineludible con otros.

Esta trama deseante, la que nos protege de nuestras propias tendencias hostiles, como de aquellas que vienen de la sociedad y de la naturaleza, es la que se ve atacada y la que hay que inventar cada vez, renovarla y resguardarla de los discursos de odio, camuflados en slogans positivos.

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