Procesiones

Cuando iba a catequesis a La Merced, el cura nos decía que Jesús estaba en el silencio del sagrario o en la calle. El sagrario es un lugar donde hay una luz que nunca se apaga, una velita de cera, o eléctrica, de baile intermitente. La vela se mueve, cabecea, achica su pabilo, vuelve a encenderse. Cuando iba ahí, yo no escuchaba nada. Solamente mi cuerpo respirando. Salía a la calle y todo me parecía nuevo. Los sonidos, los colores, la gente y sus caras hermosas, con sus ceños cruzados, con sus pasos descuajeringados, con sus olores a lana recién sacada de los roperos. Los palos borrachos florecidos y las flores en la vereda de la avenida, pegoteadas por las pisadas.

La Virgen de La Merced venía a quedarse en casa unas horas cuando había procesión, porque teníamos el contacto de la vecina que trabajaba en la iglesia. Le poníamos flores, agua y después se iba a otra casa.

La Virgen de Guadalupe es antigua. Íbamos a la procesión pasada la siesta, para volver de noche. Las luces de la Basílica se encendían y todo estaba lleno de misterio, incluso las palabras. El “camarín de la Virgen”, por ejemplo, con el mismo nombre que el lugar donde los actores se preparan para actuar. Yo me imaginaba a la virgen en su tocador dorado, rodeada de maquillajes, peinándose el pelo crespo, negro, largo, medio desnuda. Se le hacía la hora de tanto estar en el espejo, se envolvía en el manto, apurada, y alguien le chantaba la corona antes de ubicarse como estatua en el pedestal durante todo un día.

Desde afuera de la Basílica entrábamos por oleadas. Íbamos por un pasillo, bajábamos por otro, a paso de hormiga. Se podía oler a todos muy cerca: el olor de la basura quemada en la ropa y en el pelo, los perfumes caros que eran frescos y exóticos, los perfumes baratos que drogaban la boca del estómago y daban sueño, la punzada olorosa de los sobacos. Se escuchaban rezos, cuchicheos de las familias, pedidos de los niños para ir al baño, la protestadera porque había que abandonar y no volver al camarín hasta el año siguiente.

A los que subían de rodillas se les hacía un pequeño blanco alrededor. Iban pegados a una pared o a la baranda. Se los veía idos, reconcentrados. Cuando les sacaban fotos para el diario, ellos se extrañaban, como si hubieran estado en otro mundo. Las familias iban cargadas con ramos de flores de los jardines, panes, fotos y estampitas, pañuelos y medallas. Todo iba a quedar a los pies o alrededor de Guadalupe, o era alzado con las manos, lo más alto posible, para que Guadalupe bendijera.

Una vez llegados arriba, corría aire. Pero se podía estar poco, los curas controlaban con sus relojes. Si alguien se demoraba, se escuchaban protestas y abucheos. A veces había un atasco, como un coágulo en una arteria: ¡alguien descompuesto! Y subían enfermeros a llevárselo, y había apretujones, traspié de viejos, niños perdidos.

A la salida, un mundo de gente. Seminaristas y monjas riéndose y cuchicheando, las guitarras en los centros de grupos juveniles, a los gritos limpios. Puestos con torres de sándwiches de milanesas, vasos de gaseosas volcados, manzanas rojas con caramelo y pororó, cubanitos. Chicos pidiendo y robando de los bolsillos. El señor sin piernas y con zapatos en sus manos, sentado sobre sus propias caderas en el cordón, tomando cerveza.

La procesión lenta de las venas de la basílica, entrando y saliendo. La última vez que fui, vi estatuas humanas vestidas de vírgenes, cambiando de postura con cada billete. El cielo celeste se apagaba al fondo, la humedad de la laguna apaciguaba el gentío.

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