Hoy puede ser mi gran noche

¿Qué es lo que nos mueve a replicar viejos rituales? La pata flambeada. Eso, y sólo eso, bastaría para sostener todos los ritos, por muy demodé que vayan quedando.

Yo fui a escuela de mujercitas. O, como más me gusta decir, fuí a una escuela “de monjas”. No, no aprendíamos a ser monjas. Pero sí se nos enseñaba a ser buenas esposas, que es más o menos lo mismo. La única diferencia es que nuestras madres rectoras ordenadas en la fe habían contraído nupcias con un jovial y celestial carpintero de menos de 40 años con conciencia social, don de gente y abdominales, extrañamente caucásico para su lugar de origen. Y a nosotras el mundo nos presentaba un universo de Marianos y Braians que jugaban Counter en el sudoroso cibercafé de la avenida. 

Monjas, si. Célibes, quizás. Pero tontas nunca.

En fin, la escuela de monjas viene a colación porque hay un dato de todo esto que es el que vamos a rescatar: mi adolescencia transcurrió en un ámbito profundamente femenino. Y de aquella feminidad criada a videos de Britney Spears y clases de “Educación para el amor” que nos generaba conflictos y contradicciones, pero que nunca nos alejaba demasiado de lo que el patriarcado esperaba de nosotras. Uno de los resultados inesperados de este ámbito en el que atravesaba mi adolescencia fue el que nos convoca hoy: asistí a la suma total de 33 cumpleaños de 15. Lo cual me confiere la suficiente sapiencia y conocimientos como para encarar la columna de esta edición con los puños llenos de verdades (y de souvenirs que nunca supe donde poner, y que ahora duermen el sueño de los justos en alguna caja perdida por ahí).

Primero destacaré algo que aprendí hace escasos dos minutos, cuando me lancé a googlear en un rapto de curiosidad sin precedentes: la celebración de los 15 años de vida de las mujeres es una de las pocas tradiciones precolombinas que sostenemos. Wikipedia dice que la data nos baja de los Mayas y de los Aztecas. Dos civilizaciones con una potencia histórica inconmensurable, adelantadas a su tiempo en ciertos aspectos, protagonistas innegables de la historia universal, de quienes sólo retenemos una celebración que suele llegar a su punto máximo cuando suena de fondo “Tiempo de Vals” de Chayanne. Una cosa de locos.

El recuerdo de ese período entre 2005 y 2007 en el que me vi forzada a participar más de 30 veces del rito adornado en ensalada rusa de “Los 15” esta empañado por un detalle que no me resulta menor: en términos de estética, esos años fueron difíciles. No sólo para mi, que con mi porte de Gabriella Sabatini criada a alfajores Tatín no podía usar el 80% de la moda pensada para las Luisana Lopilatos de la vida, si no para todes. Corrían tiempos de floggers y emos, de “tribus urbanas” sin definición pero con el factor común de que a todas les gustaban los flequillos frondosos y los pelos grasos. Nunca pude tener flequillo. Intenté, varias veces. Pero el resultado era similar al de una cola de ardilla atropellada en la Ruta 1. Dirán ustedes, ¿qué hacía una ardilla en la Ruta 1? Que se yo. Probablemente intentaba llegar a un asado en Arroyo Leyes cuando la embistieron. 

Había ido a fiestas antes de ese periodo y seguí concurriendo después. Pero la magia decadente, bizarra, entusiasta y confusa de esos maravillosos cumpleaños de 15 no me la olvido más. Salidos de la crisis del 2001, con algún que otro recurso económico más a mano y con las ilusiones intactas de ser descubiertas por Cris Morena, mis compañeras y yo nos sometimos a los extremos más insólitos de ese ritual tan viejo como mear en los portones. Los elementos indispensables siempre estaban ahí: la llegada de la quinceañera con su ceremonia de velas, en la que homenajeaba a gente que era fundamental para su vida y con la que no mantendría relación una vez iniciada la facultad; el cruce de miradas violento entre los comensales de cada mesa a la espera del momento adecuado para robarse el cisne de cristal y flores plásticas que oficiaba como adorno; las cartas emocionadas de sus padres o sus amigas que decían que la celebrada era “una personita muy especial” que “llenaba de luz las vidas de todos los que la rodean” pero a quien probablemente más tarde iban a discriminar cuando se auto perciviera lesbiana o definiera dejar la facultad; el ingreso de los mozos con cuatro pollos rellenos pinchados en unas espadas y prendidos fuego, bailando al ritmo de “Mesa que más aplaude”, una canción que habla de una probable relación no consentida pero que en ese punto de la fiesta marida bien con el hambre espeluznante de todos los comensales; el fragor del momento “cotillón carioca” con algún tío borracho y medio toquetón bailando con la corbata en la cabeza y una maraca con forma de choclo con la que hará bromas fálicas durante toda la noche. Las cosas sanas, únicas, que transformaban cualquier velada en un momento memorable.

Para nosotras, tibias ciervas en proceso de formación, se nos presentaba la posibilidad de calzarnos una pollera de modal cortita y con picos, unos zapatos stiletto con taquito chupete, una torerita para el frío que no te protegía ni de la inflación y, atención, un corset. Si, corset. Porque por algún extraño motivo por esos años había surgido la moda del tiro bajo, que nos trajo a todas problemas de riñones, y del corset. Esas ballenitas baratas que sostenían el armado aguantaban uno, a lo sumo dos cumpleaños. Llegado el sexto encuentro en el que volvías a recurrir a la prenda, comenzaban a desprenderse de sus costuras y se te empezaban a clavar entre las costillas. Sangrabas mientras bailabas “Don” de Miranda y tomabas la sidra caliente que le habías robado a la mesa de los adultos pero… la vida era tan simple. La ilusión de transformarte en mujer, un cumpleaños de 15 a la vez, te hacía olvidar por un segundo del ritual insulso, torpe y a veces hasta violento por el que te hacían pasar. 

Mi parte favorita de los cumpleaños de 15, mirándolo a la distancia, es ese video de promoción del producto que te hacían filmar antes de la fiesta. Esa secuencias largas, con Bryan Adams sonando de fondo, en las que la quinceañera sonreía a cámara mientras caminaba un sábado a la noche en la costanera a la altura del Espigón 1 completamente montada, rodeada de tules y brillos y bordados, esquivando a la gurisada y a los que pasaban corriendo haciendo la pretemporada de quién sabe qué equipo de rugby… para mí, no tiene precio. Había una suerte de competencia por ver quien hacía el video más osado, más raro, más inesperado, más estúpido. Mis compañeras se desvivían por tener la sesión de fotos más cercana a la revista Hombre o al álbum de Floricienta que las casas de fotografía de la ciudad pudieran proveer. Combinen esto con los primeros albores del Photoshop, y el resultado era una Romina cualquiera vestida con su corset y sus catorce capas de tul, pegada sobre la cima de la Torre Eiffel, sosteniendo un globo terráqueo en una mano y un ramo de rosas en la otra. Nunca faltaba la leyenda “Floreces lo que siembras” o “La rosa de mis papás” en el epígrafe de la foto. Recuerdo particularmente que en mi sesión de fotos el señor a cargo estaba muy empecinado con que yo “acaricie bien” un tronco. 

Y eso que toda la vida nos habían enseñado a ser invisibles. A usar el mismo uniforme, a no levantar la voz, a no ponernos tacos si éramos altas para no ser más altas que los pibes, a ponernos en el fondo de la foto si medíamos o pesábamos por fuera de la norma, a ocultar las rodillas rotas de andar peloteando con los vecinos para no espantar a quién sabe qué pibe de la cuadra que por vernos transpiradas nos iba a encontrar menos femininas, menos interesantes, menos apetecibles. 

Una vez en la vida, nos invitaban a otra cosa. Nos celebraban para decirnos que nos querían. Que ahora que no éramos más nenas, que éramos mujeres, teníamos otro valor. Y en esa fiesta había pollo relleno, sánguches de miga, y los primeros temas del reggaeton empezaban a aparecer como una promesa de lo que iba a venir después. 

En esos 33 cumpleaños hubo desmayos, incendios, padres que definían divorciarse mientras la nena bailaba el vals, robos de celulares y un muñeco de nieve gigante, que la quinceañera utilizó para ingresar al salón. Aprendí, eso sí, a comer sanguchitos de miga hasta el hartazgo. Algo que años después me sirve mucho en mi profesión de periodista.

 

 

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