Arenga a un público inexistente, parado en Crespo y San Martín. Mira hacia el norte y habla a viva voz sobre los militares y la libertad. Su arenga es una cadena de oraciones sin sentido alguno. Lleva zapatos gastados, pero no rotos y una campera sucia, pero no percudida. La noche de sábado, un tanto húmeda para ser mayo, parece bastante indiferente. Lo extraño puede ser atractivo o motivo de rechazo, de temor o de incomodidad. El supermercado aún se encuentra abierto. No son pocos ni pocas quienes ultiman compras cerca de las 21.

En el banco, al lado del local de moda femenina, hay un montón de cosas que pueden ser bultos de ropa. Y sobre el piso, otro hombre, con una cajita de vino blanco Toro cerca de su brazo.

De un antiguo edificio sale un hombre joven. Barba bien recortada, camisa azul, jeans ajustados y zapatos puntiagudos. Con su estampa moderna, llega hasta Crespo, se acerca a un auto y baja de él una bandeja de sushi, muy coqueta, con todos los elementos necesarios para una distinguida cena. En ese mismo momento, mal estacionado, otro muchacho aguarda para bajar otra bandeja con el mismo manjar. Finalmente, el de camisa azul va hasta el interior del edificio, sale, busca la segunda bandeja y es de suponer que le paga al muchacho los servicios prestados.

A dos metros de aquellos, el de los militares y la libertad se acerca a otro indigente. Envueltos en una diatriba sobre la patria, Argentina y el tango, yacen sobre el piso de la peatonal. Mientras comparten el trago del vino barato, empiezan a cantar “…rara como encendida…”. Conocen la letra completa de “Los mareados” y la entonan para ellos o tal vez para el cielo abierto, vaya uno a saber. Hacen de esa melodía, además, el sonido de una noche otoñal con mosquitos. Así es Santa Fe.

Una mujer sale del supermercado, apoya las bolsas con sus compras sobre un banco y piensa en voz alta al observar la escena, “cuando los quieren llevar, no quieren”. Así se lamenta. Las personas que viven en la calle no siempre aceptan la asistencia para tener cobijo bajo un techo, aunque sea por un rato. ¿Qué piensan los indigentes que habitan las calles? ¿Qué perdieron? ¿Cómo se los debe tratar? En el centro también hay personas sueltas en sus delirios, bajo el único manto de una cobija destrozada. Sobre ellas, algunas estrellas se cruzan con algunas nubes. Los paseantes pueden observar sin hacerse ninguna pregunta, siguiendo los pasos de sus propios planes.

Por las cercanías de otra esquina, en Lisandro y San Martín, deambula un hombre muy delgado, de rastas largas, con el torso medio desnudo y unos pantalones que le van muy grandes. No hace ningún daño, no habla con nadie en particular, solo lanza fuertes e intensas puteadas que resuenan como cascotes para quienes transitan la zona. No es un cuadro simpático, mucho menos amable cuando los niños y las niñas preguntan a sus mayores sobre qué le pasa al señor. Asombro, impacto, rechazo… ¿Dirán que está loco ese hombre que le habla al aire con un tanto de furia, imbuido en un absurdo? Es raro y está encendido. Los raros molestan. Lo desconocido asusta. ¿Qué le habrá pasado? ¿Qué nos ha pasado? Parece no tener nada, ni necesitarlo. Y eso es lo más alarmante: sobrevive en un presente imperceptible. Quizás algún trastorno mental lo haya envuelto en una desconexión del tiempo y el espacio. Pero de la realidad es parte. Grita, camina, canta y duerme de día y de noche en el piso de la peatonal. Allí está. Se asemeja a una mancha que daña una bonita postal. Obstruye una imagen armónica, de vidrieras, cenas elegantes y foquitos de luces. Un cuadro que se altera con los torcidos, los embriagados, los malolientes, los desamparados, los mareados. Sus voces son como un soplido emergente de un momento paralelo en una ciudad de cuerdos, pobres, mendigos y perturbados.

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