Por Diego Oddo

Lo bueno, si breve, bueno dos veces

Okey, quememos Moby Dick, Ulises, Madame Bovary y Anna Karenina. Hablando no tan en serio: sospecho que esta afirmación pudo haberla hecho algún editor cuya pretensión era dar con una obra que le permitiera ahorrar costos de impresión y ganar mucho invirtiendo poco. Mínima inversión, máxima ganancia: la ratio mercantil sedimentando de manera solapada como mandato de escritura. Saquémonosla de encima de una vez por todas. Lo breve como sinónimo de lo bueno y, mucho peor, lo breve como imperativo, no sirven para la escritura salvo excepciones, como lo puede ser un haiku (cuya cualidad, en rigor, es más bien la síntesis). Alguien dijo alguna vez “si no sos Proust, no me cuentes tu merienda”. Podríamos tomar esta fórmula para afirmar “si no es un haiku, no me vengas con el mandato de la brevedad”. Lo bueno, si es bueno, se trate de escritura, sexo o de una buena fiesta: ¡Por favor! ¡Que nunca termine!

Escribí todos los días

Lo único que quiero es trabajar sólo cuando lo deseo y me mandás a escribir todos los días. Tal vez esta pretendida noción de oficio esconda un oscuro goce masoquista. No puedo asegurarlo, pero mi corazón freudiano me inclina a considerar esta hipótesis. El trabajo entendido como tripalium goza de un discreto éxito en la conciencia de muchos escritores. Alguien me dijo alguna vez: “Si querés ser escritor tenés que romperte el culo”. Bueno, a mí me resulta más feliz repetir esto: el gesto verdaderamente estético, aquel capaz de conmover, nace más bien de la irreverencia. Mejor escribí si lo sentís, si tus palabras piden transformarse en un texto. Apuesto a que si escribís todos los días por apegarte a la idea de convertirte en escritor sólo vas a sufrir y probablemente termines frustrándote. Si no tenés nada que decir mejor no digas nada y ponete a cocinar o, como decía Cheever, hacé un banquito de madera o, como decía Spinetta: “Si pretendiera hacer música todo el tiempo, me consumiría”. Ahora bien, cuando una frase te llegue y veas que en el texto funciona, que empuja, que va hacia adelante, volvete un loco, un monje, un preso, poné en crisis tu vida cotidiana y no hagas otra cosa que escribir. O hacelas como puedas, porque en ese momento estará sucediéndote algo inusual. En el mejor de los casos, las obras resultan de la conjunción azarosa entre el trabajo y la inspiración: el vértigo de traer al mundo algo que todavía no existe. Nunca nada bueno resultó de la obligación, ¿por qué la escritura sería la excepción?

Escritura despojada

Escuché esta afirmación alrededor de siete mil veces. Escuchen las siguientes a ver si las reconocen: Economía de recursos. Prosa sin adornos. Escritura sin estridencias. Hay gente que anda tan pobre de enemigos que se las agarra contra los adjetivos y los adverbios. Peor aún: hay una plantilla de Word para escribir contratapas moldeadas sobre estas afirmaciones. Véanlas en las librerías: brillan como mutuas réplicas escondidas debajo de diseños-cáscara que pretenden inscribir la diferencia cuando en su interior albergan la más pura uniformidad.

A las afirmaciones que siguen tal vez no las hayan escuchado: panicosidad a la adjetivación y adverbialidad arbitraria. Vértigo ante la venturosa aventura. Miedo a la libertad. Cagazo sideral. Cuiqui. Un amigo opina que detrás del demasiado apego a las reglas siempre se esconde el miedo. En el mundillo literario abundan los mandatos que llenan de trabas tu camino a la libertad, que es para lo único que debe servir la escritura. Después ves quién te lo publica, no te preocupes. Las modas pasan, sí, pero no te olvides nunca de que la canción que es valiente, es canción para siempre.

Mostrar, nunca expresar

Que tus personajes no sientan ni piensen: ¡no!, que ni se les ocurra. Que enciendan la hornalla de un modo tal que el lector entienda la profunda dimensión simbólica del acto de encender la hornalla, de manera que puedas acercarte todo lo posible al mandato número uno de esta lista y convertirte en el número un millón de los obedientes, que el acto de encender-la-hornalla constituya una acción merecedora de ser retirada de lo cotidiano para elevarse mediante tu escritura al olimpo de las acciones consagradas por los grandes escritores. A esto también tomarlo en serio y no tanto: los consejos literarios tienen una característica bifronte: sirven tanto para tomarlos como para destruirlos, según mande tu íntima necesidad de escribir.

Sobre los consejos literarios

Escribí esta nota a conciencia de estar metiéndome en un género cultivado por los que desde muy cerca del final de su recorrido donaron a las nuevas generaciones el resultado de sus experiencias de escritura. Un gesto valorable, aunque no siempre esclarecedor: se supone que aquel que a lo largo de los años ha acumulado experiencia se encuentra en posición de experto y, por lo tanto, habilitado para brindar indicaciones. Esto puede resultar así, pero conviene contemplar el caso contrario: prácticas como el zen proponen que la actitud correcta frente a la vida es la del principiante, más cercana a la inocencia, al vacío, abierta a la novedad, a la noción de experiencia como acontecimiento y no como resultado de una acumulación. Me valí de ellas como herramientas de jardinería, para desmalezar mi pensamiento. Más que a ser escritor, mejor aspirar al acto de escritura, un milagro producido por la fricción entre el lenguaje, el trabajo y la emoción, episodio poco frecuente como para encima empeñarnos en obturar su manifestación mediante aplastantes convenciones literarias.

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