"Trelew. Así nomás, apenas el nombre de un lugar. Y cualquiera sabía de qué estábamos hablando", reflexiona el historiador Luciano Alonso, y relaciona la experiencia vital y la memoria con la historia argentina.

Por Luciano Alonso

Yo tenía diez años (es que ya tengo demasiados) y en la tele decían sus nombres. Y algún militar mentía un croquis de las celdas y el pasillo. Y en la casi penumbra de la sala, donde ya no había juegos ni conversaciones, escuché a mis espaldas la voz de mi viejo: “los asesinaron”.

Hay acontecimientos que cortan el tiempo y revuelven el mundo; que resultan difíciles de olvidar. No sé si fue como lo cuento, porque la propia memoria es tan falible como cualquier otra fuente histórica. Pero me cuesta referir a Trelew sin hacerlo desde esa experiencia y creo que ese fue el inicio de mi socialización política. Junto con el inicio del exterminio planificado y de una época en la cual fueron borrados los proyectos revolucionarios.

Trelew. Así nomás, apenas el nombre de un lugar. Y cualquiera sabía de qué estábamos hablando.

Hoy, a tantos años, conviene revisar los hechos. Cuando la dictadura de la “Revolución Argentina” ya llevaba seis años y era presidente Alejandro Agustín Lanusse, los presos políticos eran mayormente concentrados en la cárcel de Rawson. Allí se reunieron integrantes de las organizaciones político-militares como Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que coordinaron una fuga para el 15 de agosto de 1972. Tomaron el penal, según un plan que en principio suponía el escape de 110 personas, pero que por distintas razones fracasó. El Comité de Fuga consiguió llegar al aeropuerto de Trelew y capturar una aeronave que los llevaría a Chile, donde serían acogidos por el gobierno socialista de Salvador Allende. Otro grupo de 19 militantes no tenía comunicación con el primero y no llegó a tiempo al aeropuerto, por lo que debió rendirse a las autoridades de la Armada, previo dar una conferencia de prensa para asegurar su integridad física y la de quienes no habían podido salir del penal. Inmediatamente, fueron trasladados a la Base Aeronaval Almirante Zar, pese a sus reclamos de volver a la cárcel y a la intervención del abogado defensor Mario Amaya, afiliado a la Unión Cívica Radical.

Durante una semana se sucedieron declaraciones sobre la posibilidad de extradición de los fugados, así como sobre la seguridad de los detenidos y detenidas. La zona fue completamente controlada por fuerzas militares y la tensión fue en aumento. A las tres y media de la noche del 22 de agosto, los 19 militantes fueron sacados de sus celdas de la Base Aeronaval y formados frente a ellas. En el acto una patrulla conducida por el capitán Luis Emilio Sosa y el teniente Roberto Bravo les disparó con ametralladoras. Cayeron asesinadas 16 personas –11 del PRT-ERP, 3 de las FAR y 2 de Montoneros–, mientras que tres sobrevivieron con graves heridas y pese a no recibir adecuada atención médica: Alberto Miguel Camps y María Antonia Berger, de las FAR, y Ricardo René Haidar, de Montoneros.

El hecho fue del todo inaudito. En los años anteriores habían caído militantes en acciones armadas y ya se habían producido asesinatos clandestinos. Como lo muestran los trabajos de Esteban Pontoriero, el método de desaparición forzada y el dispositivo de exterminio en su integralidad ya se estaban concibiendo como la “solución” al incremento de la conflictividad social. El Cordobazo y las demás rebeliones obreras y populares de fines de los años sesenta habían reforzado en las Fuerzas Armadas la opción por la violencia represiva, antes incluso de que creciera el protagonismo de la guerrilla. Pero la Masacre de Trelew rompió todos los moldes de la política argentina. Mostró que las facciones más reaccionarias del estado y del capital estaban dispuestas a dejar de lado todas las normas del derecho. Ya no eran suficientes las golpizas, las torturas, los encarcelamientos y aislamientos prolongados, las dificultades puestas a la atención legal y a los vínculos familiares de las personas detenidas o los eventuales asesinatos. Trelew (de)mostró cuan falaz era acusar de “subversivos” o “terroristas” a los integrantes de las agrupaciones guerrilleras y, por extensión, a cualquier militante del campo popular que bregara por cambiar la sociedad argentina. Porque la subversión del orden legal y el ejercicio del terror por parte de las mismas estructuras del estado se mostraron en toda su amplitud. Como dato destacable, hay que recordar que Ana Maria Villarreal –esposa de Mario Roberto Santucho, que estaba entre los fugados–, fue fusilada con un embarazo de más de cinco meses. Es que la defensa de la familia y la protección de la vida por nacer no se le dan a la derecha de la misma manera en todos los casos, salvo quizás cuando tiene un plan de apropiación de menores.

Se apreció, tempranamente, que el proceso represivo tendría sus cadenas de mando y sus concepciones globales, pero también sus señores de la guerra, sus autonomías operativas y las solidaridades u obligaciones que todo eso conllevaba. El general Lanusse pudo ser ajeno a la decisión de los asesinatos, pero terminó convalidando la versión inusitada de la Armada sobre un ataque a los guardianes. Años después, Lanusse se opondría a los métodos de la última dictadura, tendría alguna ligera detención y sufriría la pérdida de algunos parientes. Cabe preguntarse qué esperaba de su institución un individuo inscripto en una línea de conducción que había madurado durante años un plan criminal.

Los mismos sepelios de los y las asesinadas se transformaron en actos políticos reprimidos por las policías provinciales y la Federal. En un Pausa de hace 10 años, Mari Hechim recordaba el de Jorge Alejandro Ulla en Santa Fe. Incluso hace poco la memoria de esas militancias eclosionó en la ciudad, con una obra multimedial de la compañía Pana. Y es que Trelew se convirtió rápidamente en un “lugar de memoria”: la memorias de las luchas populares, la memoria de las vidas entregadas a un ideal, la memoria de cómo fue que todo terminó mal. Se levantó inmediatamente la consigna “La sangre derramada no será negociada”, los días 22 de todos los meses se hacían recordatorios con multitud de agrupaciones estudiantiles, sindicales y políticas. Se produjo una profusa bibliografía de todo tipo –testimonial, periodística, analítica, ficcional–, entre las que se contó a obras de escritores como Paco Urondo o Tomás Eloy Martínez. Años después, cuando por fin pudo montar los materiales filmados para “Los Hijos de Fierro”, Fernando “Pino” Solanas elevaría el fusilamiento a la categoría de lo sublime.

Hubo crímenes antes y después, hubo momentos de expectativas o de desesperanzas que marcaron un ciclo de movilizaciones populares a lo largo de toda América Latina y no solo de Argentina. Que la masacre fue un preludio, ya no caben dudas. Camps, Berger, Haidar y Amaya fueron asesinados o desaparecidos en la dictadura de 1976, para completar y ampliar el terror. Aun hoy se sigue reclamando una justicia que no termina de llegar: Sosa y otros culpables fueron condenados entre 2012 y 2014 –aunque en dos casos siguen en libertad por no tener condena firme–, mientras que Bravo vive en los Estados Unidos y se pide su extradición desde 2009.

Pero pese a saber que la historia es un continuo, Trelew me parece una bisagra, un corte en el tiempo. Por eso siempre retorno a esa habitación iluminada por un televisor en blanco y negro (¿estaría realmente en penumbras o fue que todo se oscureció a nuestro alrededor?). Porque la historia también va y viene en nuestras memorias. Las memorias de la derrota, de los reclamos de justicia, de las miserias o logros de la política posterior y, tal vez, de las revoluciones que algún día ocurrirán.

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