Por Alejandra Zina

Mi sobrino tiene cuatro años y lleva la mitad de su vida admirando a los dinosaurios. Como tantos otros chicos, tiene muñecos, tiene libros (alguno se lo regalé yo), ve películas y videos en YouTube y tiene la obsesión y la voracidad de saber. Está estrenando el mundo y le apasionan esas criaturas de los orígenes.

Se me ocurrió que el museo del Parque Centenario era el lugar ideal para nuestra primera salida a solas, en especial la sala de paleontología. Y allá fuimos. Antes de entrar sentí su ansiedad y su miedo, las ganas de ver a sus animales preferidos, pero no vivos. Le prometí que no los vería vivos y entramos.

Hubo una caminata excitada entre las peceras del acuario hasta que llegamos a la sala principal y encontramos a toda esa familia de huesos portentosos, alas de varios metros desplegadas en el aire, colas y cuellos larguísimos, garras, mandíbulas, dientes, aletas, colmillos. El amante de los dinosaurios estaba en éxtasis y me hizo leerle todos los cartelitos, había llevado uno de sus muñecos y lo comparamos para ver a cuál se parecía. El de mentira y los de verdad.

De a poco fuimos entrando en un tema más espinoso, por qué las especies se matan y se comen entre sí. Una inquietud que se transformó en cuestión vital y centro de la visita. Quién mata a quién y de qué manera (colas venenosas, mordidas, garras). Al final todos los animales se matan entre sí para comerse. En su razonamiento no había lugar para la excepción, o la excepción era tan poco interesante que quedaba descartada. ¿A quién le importan los bichos que comen pasto? ¿Qué gracia tiene ser animal y no matar a nadie? Su dinosaurio favorito fue, sin duda, el que tenía en la boca a otro que arrastraba ya muerto.

Visitamos las otras salas del museo y seguimos hablando de la muerte. Ese era el tema. Pero volvimos a los dinosaurios. Recorrimos cada vitrina, cada dibujo, cada huesito. La infancia tiene esa forma de ser minuciosa, perpleja y leve, donde las preguntas se repiten como si nunca se hubiesen pronunciado. Una vez y otra vez.

Me pregunto ahora por la felicidad de ese domingo juntos, la suya y la mía. La vida que vivimos es pesada, apenas la salva el humor desencantado de la ironía. Nuestra meta debería ser volver a esa levedad original, por fuera del toldo sombrío de las decisiones. Los dinosaurios de la infancia no tienen nada que ver con los dinosaurios de los adultos. Me animaría a decir que son casi lo contrario. El recuerdo persistente de que todo en cualquier momento puede terminar.

 

*Del libro Íntima distancia, editorial Dábale arroz, Buenos Aires, 2021.

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí