Cerezas negras

choly berreteaga usted

Por Carina Radilov Chirov*

Mire que acordarme de usted en ese momento fue providencial. Diríamos que me salvó, que al final es un poco una exageración, pero siempre parece que lo grave se achica a la distancia. Y ahora esta noticia tan rara, de su desaparición. La acabo de leer en sunchodigital.com.ar. “Sunchalense desaparecida en el Caribe”. Entonces pensé en usted, porque digamos que se me había borrado de la memoria. Ya ve que cada cual se acuerda de lo que puede, o de lo que le conviene. Nunca más había pensado en usted, Profesora Periale. Leí la noticia completa, que en pocas palabras no dice mucho, porque los medios de acá son medio pelo nomás. Busqué en el otro diario y repetía casi los mismos datos. En resumen, que su marido la perdió en la Isla Martinica, cuando debían volver al Crucero que habían tomado en Costa Rica. La policía local rastrilló el territorio de la isla, sin resultados. ¿Fue asaltada y asesinada en ese exótico destino?, se pregunta el periodista de Sunchodigital. ¿O fue secuestrada para someterla a torturas o a ritos satánicos? El marido no declara nada, según el diario.

La noticia se conoce cuando ya pasaron tres semanas y su esposo volvió a la ciudad, ya sin esperanzas de encontrarla a usted, Profesora, que fue para mí como un ángel guardián. Qué rara es la cabeza humana, porque en aquel tiempo, cuando yo estaba recién casada, con la nena chiquita, ni me paraba a pensar en la secundaria, menos en los profesores. Si recordaba algo de esa etapa era la poca plata que mis padres tenían, los veranos aburridos y calurosos viendo Canal 13 de Santa Fe, el frío que se sufría al bañarse con el agua del calefón eléctrico, y una estufita a cuarzo con un solo tubito funcionando. Después entré a trabajar en la farmacia, me puse de novia, me casé, tuve a mi hija. Nunca pienso en el pasado. No mantuve amistad con mis compañeros de la secundaria. Hice mi vida y punto. Como todos, creo.

Usted era la profesora que peor vestía en el colegio, eso sí me acuerdo. Combinaba los colores de la ropa y de los accesorios, pero el conjunto se notaba barato. Tenía unos pantalones pata de elefante color ladrillo, pulóveres tejidos a mano por usted misma, aritos y pulseras de bijouterie ordinaria, de todos los colores. Nos daba Geografía; cuando pasábamos a dar lección, nunca nos miraba, nos dejaba hablar sin hacernos preguntas. Las pruebas las escribía en el pizarrón, preguntas de esas que hay que elegir la respuesta correcta. Mientras usted copiaba, nos pasábamos las respuestas desde el banco donde se sentaba la tragona del curso hacia atrás. Cuando terminaba de copiar, todos teníamos señaladas las correctas. Claro que faltaba justificar, pero la mitad estaba hecha.

A mí me daba rabia usted, le tenía una bronca. No sé bien por qué, nunca me trató mal, pero era esa forma de ser tan, tan, como desganada, tan sonsa. Toda la escuela sabía que su marido le ponía los cuernos, pero la gente también decía que usted se lo merecía por desabrida. Nunca fue con maletín o portafolios a la escuela, arrastraba los libros y las hojas de los trabajos en bolsas de plástico de las compras. Por eso no me explico por qué en aquel momento tan difícil para mí fue su imagen, o su recuerdo, lo que evitó que cometiera una locura. Se me vino su cara a la mente, los ojos resignados, la boca caída. Y la entendí. Comprendí su actitud, sus gestos, dejé de sentir rabia porque usted me guió. Pensé, si la Profesora Periale pudo seguir viviendo con esa vida de porquería que tuvo, triste, sobre todo ninguneada por su esposo, por los otros profesores, por los alumnos, por sus propios hijos, todos varones, cuatro o cinco, no me acuerdo, si ella pudo con todos, yo también voy a poder. Eso me dije entonces, sentada en el piso de la galería de mi casa sin terminar. Después me sequé las lágrimas y me puse a lavar los platos. Fue una época muy complicada para mí, una no sabe del todo cómo van a ser las cosas, hasta que se vive, ¿no?

Yo qué iba a saber cómo era estar casada, cuidar de un bebé, limpiar una casa, dormir cada noche con el marido. Me casé a los 22 años para irme de mi propia casa, para escaparme casi. Cuando la nena tenía unos dos años me empecé a dar cuenta de que no me había escapado nada. Seguía en la misma, sólo que había cambiado el lugar, y ni tanto. Pero lo superé, en gran parte gracias a usted, que nunca lo supo. ¿Cómo lo iba a saber? Era ridículo pensar en contarle cómo me había ayudado, aunque ahora me arrepiento un poco. Si de algo me arrepiento siempre es de ser tan tímida, de no animarme a hablar con la gente.

Después el tiempo pasó, todo pasa, y me fui acostumbrando a vivir así. La olvidé como casi llegué a olvidar aquel momento de locura que tuve, y que mi marido no conoce, porque no se puede explicar. Me di cuenta de que tenía que hacer mis deberes siempre de la misma manera, que debía buscarme un pasatiempo, que los hombres engañan pero vuelven con su mujer. Mire usted, cornuda desde joven.

Supe que cuando se jubilaron, con su esposo, se daban la gran vida viajando por el mundo. Él la llevó a usted y no a la amante, y eso que se llegó a rumorear que la hija menor de la tipa es de él, de su esposo, de Periale, aunque nunca se sabe si es cierto todo lo que la gente comenta.

Veo lo que está pasando en el mundo, tanta guerra, robos, violencia, degeneración que pienso que mi arrebato de locura no fue nada, que casi ni pasó. Rezo para que algo mejore, cada noche ruego que a mi hija no le ocurra algo feo, que no la asalten ni la violen, ni se enganche con un tipo que le pegue ni que se le dé por tomar drogas. Está en el primer año de la universidad, vive sola en Córdoba, a mí me asusta la ciudad, pero ella quiso eso y con su padre pensamos que teníamos que darle un estudio, ya que es la única. Ella es distinta a mí, más abierta, más conversadora. De ahí que me dé tanto miedo porque no se fija con quién habla o dónde va, es confiada. Ya no le puedo recomendar más, me hace callar, me dice que soy un pájaro de mal agüero. Cierro la boca, qué voy a hacer, ya es grande, sabrá lo que hace. La extraño acá en la casa; menos mal que nunca dejé de preparar tortas para vender, me mantiene entretenida los fines de semana, cuando Carlos se va a pescar.

Con esto de su desaparición me viene todo a la mente de nuevo, pero parece que lo hubiera vivido otra persona, no yo, no esta señora hábil para decorar tortas, que va a rezar el rosario a los velatorios, que aprendió a tejer crochet, que mira las novelas de la noche sin emocionarse con los romances. Era muy joven quizás, la sangre arde como leña seca a los veinte, creía que tenía derecho a esperar algo más, sin saber qué sería eso. Había dejado de trabajar en la farmacia para cuidarla a mi nena, a la Sabri. Me equivoqué al no salir a trabajar, una se despeja con la gente, se arregla para salir a la calle. Así que después volví a buscar empleo. Estuve unos dos años de ama de casa, desde que nació la Sabri hasta que empezó a ir al jardín maternal. Me acuerdo patente que unos días antes del episodio, cuando Carlos llegó de la fábrica, le mostré cómo había pulido las hornallas de la cocina. Él se quedó mirando el brillo que yo había conseguido a fuerza de virulana y puloi, qué bien, dijo, qué bien, Nancy. Dio la vuelta para ir a sacarse la ropa azul, sucia de grasa.

Era verano, no se podía salir ni a la vereda hasta la tardecita. A mí no me gustaba ir al club, no tenía amigas, no quería mostrarme en malla, blanca y fofa como estaba después del embarazo. Pasaba la tarde mirando programas de cable, sobre todo Utilísima satelital. Preparaba recetas y comía. Comía mucho. Me costaba ordenar la casa, levantar los juguetes del piso. Lo dejaba para lo último, para un rato antes de que vuelva Carlos.

Aquel día la Sabri había volcado el cajón repleto de sus chiches. Yo probaba una receta de una torta de cerezas, muy complicada, que llevaba como dos horas de cocción en horno. En enero. ¿Cómo se me ocurrió tal pavada? No lo sé. No sé cómo era yo entonces, sólo que estaba obsesionada con lograr recetas difíciles. La nena andaba pesada, como una mosca alrededor mío. Ni me había cambiado la remera vieja que usaba de piyama. Habrán sido las dos de la tarde. Imagine el calor, cuando no teníamos aire acondicionado.

Qué suerte que el tiempo te hace cambiar y entender. Antes yo era muy nerviosa, muy apurada, quería que las cosas me salieran enseguida. La Sabri me tiraba de la remera para que le haga upa, llorisqueaba mientras yo terminaba de acomodar las últimas cerezas sobre la torre de tres capas de masa. Me la despegué con un sacudón, se cayó de cola sobre el pañal, que debía estar repleto de pis. Lloró más alto. Le grité que me espere, o que deje de joder, algo así. A una criaturita de dos años, cuando lo recuerdo me remuerde la conciencia. Pero yo era otra, tenía una angustia que no entendía, necesitaba terminar la torta en paz. Cuestión que metí la torta en el horno, levanté a la nena, la cambié, le di su mema de leche fría, la acosté, se durmió.

Me senté en el piso fresco de cerámica a mirar el programa de Maru Botana. Después el de Choly Berreteaga y alguno más que no recuerdo. Cada tanto iba a mirar mi torta y volvía a sentarme en el suelo. Me debo haber adormecido con la cabeza sobre el sofá unos minutos, o una media hora. Cuando desperté asustada, no entendía nada, olí la torta quemándose en el horno. Corrí a sacarla. Las cerezas de arriba eran bolitas chamuscadas. Ahí fue cuando me ataqué. Saqué la torta y la iba a apoyar sobre la mesada. Y escuché a la Sabri llamándome desde la puerta del antebaño. Juro que no pensé en lo que hacía, oía su vocecita como si saliera de un pasillo larguísimo. Ni la vi, a la nena, paradita con su peluche al lado de la puerta, no distinguía nada. ¿Qué me pasaba? Vaya uno a saber, nunca hice terapia, para qué si me compuse sola.

Me di vuelta, con el molde quemándome las manos, y se lo tiré desde donde estaba. A mi nena. No puedo creer que lo haya hecho. El molde era de vidrio, le estalló al lado de sus pies y la salpicó de cerezas negras y crema caliente. La Sabri empezó a gritar y quiso correr hasta mí, pero pisó astillas de vidrio, resbaló en la masa, se cayó. Yo corrí a levantarla. No le puedo explicar cómo me latía el corazón. También gritaba. La levanté, llorábamos las dos. La masa había manchado la tela del sofá.

Esa tarde, después, cuando había limpiado la cocina, había bañado a la nena, que al final sólo tuvo un cortecito en el pie, me senté en la galería, con la resolana quemándome. Ahí se me apareció usted, Profesora Periale, su cara blanca, sus hombros un poco encorvados. La vi flotando sobre mí, vestida con una remera de algodón que tenía impreso “Gimnasio Corpobello”, el pelo pajizo. Más que verla, la sentí, me comuniqué con usted de una forma sobrenatural. Su imagen me decía que todo estaría bien, que todo mejoraría, que se podía aguantar esto y más. Mire que no me acordé de mi madre, ni de Dios, ni de la Virgen. Usted fue mi salvadora. De una manera inexplicable pude entenderla, comprenderla, por unos minutos fuimos la misma persona, o mejor, el mismo espíritu. Usted me consolaba, mostrándome que una puede seguir, que los demás ven lo que quieren ver, pero nadie la ve a una como es. Humillada, aterrada de mí misma después de casi haberle partido la cabecita a mi hija con un molde de vidrio, fui consolándome.

No le digo que ahí terminó todo y chau pinela. Me costó. Lloré arrepintiéndome de mi locura. ¿Y si le acertaba en la cabeza? ¿Si la dejaba sin un ojo? ¿Cómo le daba la cara al padre? ¿Qué me quedaba sino matarme? Una madre cuida a sus hijos. ¿Qué era yo? ¿Un monstruo? Agradecí al Señor mi suerte, porque no lastimé a mi hijita. Fue un aviso, no hubiera vivido si dañaba a la Sabri. Ella no se acuerda de nada, era tan chiquita. Nunca más la maltraté. Más vale me iba a soltar mi rabia al patio, porque la rabia no se me curó así nomás. Un tiempo fumé a escondidas, pero me daba más ansiedad. Probé con un homeópata con pastillas naturales para los nervios. Las dejé también. No digo que todo se curó en ese rato, pero sí digo que si no hubiera tenido su visión y usted no me hubiera comunicado su sabiduría, seguro me volvía loca, algo se me aflojaba en la cabeza para siempre. Usted me ayudó a mantenerme cuerda, Profesora Periale.

Así que yo no creo en la teoría del robo ni en la del secuestro, saco mi propia conclusión: ni se perdió ni se la llevaron en esa isla caribeña. Usted se escapó, se ocultó de su marido, para empezar otra vida, allá en el Trópico, con gente desconocida y plantas exuberantes. Eso pienso. ¿Lo planeó? No creo, me inclino por pensar que fue un impulso, una inspiración. Se retrasó entre la manada de turistas, perdió de vista a su marido, no hizo ningún intento de llamarlo. Sólo se dejó estar. Quizás volvió a un puesto de artesanías. O le dio billetes a un natural de la isla para que la esconda un tiempo. Esto lo sé porque en cuanto leí la noticia de su desaparición, volví a tener esa comunicación con usted. Pero esta vez había alegría en sus ojos, me miraba, por primera vez me miraba a mí, me decía ¿Viste, Nancy, que nunca hay que perder las esperanzas? A nadie se lo puedo revelar, sé que suena a locura, pero usted y yo, Profesora Periale, sabemos que vamos a resistir y que, cuando nadie lo espere, los vamos a dejar con la boca abierta preguntándose qué fue de nosotras.

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