Vidas

A mi hijo

Mi hijo sabe sobre reencarnación. Los videojuegos que juega contribuyen a que lo sepa, y la amplitud de creencias de las que derivamos su padre y yo. También lo sabe por las películas de fantasía, ciencia ficción o terror que pausamos o cambiamos (y que él espía) cuando viene a preguntarnos algo desde su pieza. Con las noticias hacemos lo mismo que con las pelis. Ya se sabe: el correlato de verdad de las noticias con la realidad nos las exime de su construcción violenta.

No nos gusta mentirle sobre las posibilidades que la vida tiene en sí misma de romperse, pero intentamos que no lo comprenda en modo opresivo. La pandemia fue la primera experiencia que mi hijo tuvo acerca de que la vida se desequilibra. Sabe que algunos la cuidan, que otros no y que no todo lo explican dios o la ciencia. Le gusta entrar a las iglesias y los museos porque el paseo de los quinientos metros en 2020 era hasta el parque del Sur y el convento de San Francisco.

Hace poco entramos a la Catedral mientras terminaba la misa. Para quienes conocen el rito, llegamos en el momento de la paz. Para quienes no lo conocen: es el beso que se le da a otra persona que está sentada a tu lado. Se dice “que la paz esté contigo”. Después de eso el cura da la hostia, o sea el pan. Me dice mi hijo: ¿puedo comer eso yo también? No fuimos, por supuesto, aunque dudé. ¿Qué podría haberme dicho el cura? ¿Negarse a darle el pan a un niño? Era la Catedral, concluí rápidamente que sí, que iba a negarse. El rito católico dirá también que sí porque el niño no conoce lo que significa y debe pasar por el entrenamiento de la razón para comprender un signo.

Pienso que el impulso de la curiosidad y el de la fe quizás son iguales. Incluso también el de la escritura, el signo, la codificación. Arrojarse allí, sin necesidad de pasar necesariamente por la explicación, tiene que ser algo vital de los seres humanos, algo a ser preguntado, algo a ser deseado, para ser mejores. Un borde necesario para creer, pienso.

Hace más de un año mi hijo juega al Journey (Viaje), un videojuego de aventuras sin música ni diálogos. Lo único que suena son los cantos del desierto, el viento o la caída de la nieve en la montaña mientras el personaje atraviesa esa geografía. La finalidad del juego es llegar a la cima. En el viaje lo ayudan unas runas sonoras que va recogiendo y un ser mayor que le muestra dónde están las claves para continuar. Ya en la cima, el personaje atraviesa una puerta y luego se va desvaneciendo, mientras la pantalla se hace blanca y finalmente queda oscura. Después reaparece la montaña, a lo lejos. Vemos una estrella que sale de la cima. Durante los créditos es la estrella quien realiza el camino inverso hasta el inicio. Y comienza un nuevo viaje. El único cambio en el personaje es un color o la simetría de los dibujos en su vestido.

Pero mi hijo también juega a Garten of Bam Bam: una guardería abandonada, tomada por monstruos de plastilina. Cada vez que el jugador muere bajo el ataque de alguno de los monstruos, reencarna y se puede seguir jugando. Uno de los monstruos se llama Nuddle Ninja (Bola de fideos ninja). Ante mi queja sobre lo que es conveniente o no en un videojuego para niños, él me convence con este argumento: los monstruos de plastilina pueden perseguir al que juega porque en una guardería se usa la plastilina y casi todos los nenes hacen monstruos con las masas. No es terror, es divertido, dice. Y agrega: una bola de fideos puede convertirse en algo terrorífico si te obligan a comerla.

Hoy declaró que él quiere reencarnar en un perro Husky, esos perros que cantan y bailan. Siempre son tendencia en Instagram. Me pregunta a mí en qué me gustaría reencarnar. Dudo demasiado tiempo en responderle y me dice que me ve reencarnando en Spinetta, en Pescetti o en la Mujer Maravilla.

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