Caldo

A veces doy por supuesto que la alimentación puede alejar tutelas de espectros que andan dando vueltas. Incluso pienso que según lo que comen nuestros cuerpos, será nuestra creatividad. Nuestra época sabe bien cuáles son los zombis que nos corren por las ciudades y campos del mundo: los agrotóxicos.

Lo escribió Samantha Schweblin en Distancia de rescate (Random House 2014) y Juanjo Conti en Las lagunas (EMR, 2019). Lo sabemos todos: comemos cosas infectas. ¿Por qué es tan difícil decirlo? Supongo que la palabra “agrotóxico” es un zombi a la inversa: ataca a los malos y promueve el despertar de los vivos. Pero también sospecho que se mete con el lenguaje y con la práctica de dos modelos que nos enferman: la economía de lo posible y la de la explotación clasista.

Mientras tanto, hago caldo de huesos. Es un nuevo alimento en mi dieta, lo hago por cuestiones de nutrición familiar. Caracú, rodilla de vaca, huesos de pollo o pescado, espinazo de cerdo. Los huesos de la cabeza de los animales, inclusive las córneas, también se usan. Me aprendí de memoria la cantidad de horas de cocción para lograr el caldo curativo: 24 horas, vaca; 12 horas, pollo; 6 horas, pescado. A mí me gusta mucho el de pescado porque la gelatina que se forma es transparente y puede verse a través, mientras que la de vaca es opaca.

Hago arqueología de recuerdos y encuentro dos caldos manjar: el de abuela Maruca y el curanto chileno. Maruca tenía siempre una olla con puchero en su casa, todos los días. Iba renovando carnes, huesos y verduras. Retiraba la grasa amarilla de arriba, y el resto a seguir. A mí me servía una taza antes de comer. Yo tomaba ese elixir pensando en la casita de Hansel y Gretel pero al revés, salada. Después me iba a jugar otro rato antes de sentarme.

El otro caldo es el chileno. Habíamos ido con mi amiga Paula a la tumba de Huidobro, en Cartagena, un pueblo marítimo bellísimo que se cae de humedad y de sal. Habíamos peregrinado de ida y de vuelta, caminando. Cuando llegó el momento de dormir y comer, todo estaba ocupado. Cartagena es un balneario popular, con precios baratos, se llena. Pagamos una pieza desvencijada y entramos en un comedor vacío donde sólo servían curanto.

Antes de traer la olla nos trajeron el caldo. Tenía cilantro picado por arriba, y en el agua de cocción flotaban ojitos de aceite de diversos tamaños. El color era indefinido. “Esto es el cura todo, por eso se llama curanto” dijo el garzón. Yo había agarrado mucho frío y creía que me iba a enfermar, pero el líquido me revivió. Pedí otro cuenco. Sigo pidiéndolo en mi mente, no hay momento de mi vida en que no quiera repetir ese caldo salido de abajo de la tierra que cura.

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