El peligro del arte

No estamos locas, Fabi. La vimos y ella nos ve. ¿O por qué te parece que tuvimos esas conversaciones en vida? ¿O le escribimos o la invocamos como si fuera una estampita? Tenemos la estampita de la Virgi, esa foto de cuando jugábamos fútbol entre varones y mujeres porque nos gustábamos todos y nos íbamos convocadas por el ímpetu de la post adolescencia. Ustedes iban a teatro, yo a letras con ella, los varones pululaban en música, diseño o cine. Tengo un amigo que dice que todos estábamos enamorados de la Virgi. Los varones y las mujeres. Todos. Ella tenía aroma a porro siempre. No fumaba. ¡Las ojeras le quedaban tan hermosas!

¿Vos decís que ella efectivamente se nos aparece o estamos locas? No estamos. Vos me mandaste un mensaje esa vez, estabas hamacándote en un parque y la viste. Me decías: ella está conmigo, la veo. Y yo justo estaba leyendo Las hamacas voladoras de Briante. ¿Qué es eso, casualidad o presencia?

¿Y cuando nos decíamos hermanas? Porque la gente nos confundía, sería por nuestra debilidad hacia los hombres, o porque ella nos lanzaba a ellos con ímpetu griego, y ataba los hilos de sus tramoyas para que no estuviéramos solas, para que saliéramos de los pozos en los que nos gustaba yacer. Nos gustaba enamorarnos de los dañinos, Fabi. Y ella nos retaba, nos incomodaba. Nos ofrecía en subasta a tipos buenos y nosotras después los dejábamos, las muy malditas.

Ella era nuestra diosa. A ella adorábamos. Como la vez que nos fuimos de hongos a mi casa y mamá preguntaba si nos habíamos pintado los ojos, que los teníamos atrás de la nuca, en compota; o como cuando ustedes fumaban porro en calle Colodrero, en el patio, en medio del calor agobiante de enero, y había una rata que Martín cazó en un balde. Ella era hermosa hasta parada arriba de la mesa de piedra del patio, gritando maten ese animal.

Yo tengo esta imagen de la Virgi: era la muestra final de Actuación II y en la Casa de la Cultura el curso de la Virgi hacía La Biunda. Vos eras la amante y la Biunda era la Lauri. La Virgi hacía de la madre de la Biunda. Las que brillaban eran ustedes tres: la madre, la sufriente, la amante. A la Virgi le habían acentuado las ojeras con el maquillaje. Yo pensaba ¿cómo es que las actrices son tan flacas y hermosas y expansivas? Vos tenías los ojos más negros y brillantes que yo hubiera visto. La Virgi, los más redondos e italianos. Después toda la parentela aplaudiendo de pie, besando a sus hijas, hermanas, amigas. Ustedes transpiradas, felices. Cuánto les envidiaba yo la respiración activa, el cuerpo despierto, el descanso amplio que tenían al terminar de actuar.

A la salida de la obra nos fuimos en el jeep del actor que a todas les gustaba. A mí me parecía horrible. Hablaba engolado y tenía mal aliento. Dejó manejar a una de las chicas y se sentó atrás y les hablaba en el oído a todas, incluso a mí, que no lo buscaba y me ponía gris cascaruda como una polilla llena de polvo.

La Virgi se paró en el jeep y el viento azotó su pelo. Se ató un rodete. Me preguntó: ¿vos vas a estudiar letras? Sí, le dije. Yo también, me contestó. Y ése fue el amor. El más grande que todas tuvimos.

No estamos locas, Fabi. Ahora la vemos, se nos aparece, punto. Vos actuás y yo escribo y los demás que dijeron que también la ven, no sé, a lo mejor entre todos la traemos.

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