Tengo alma misionera

Hablar de una escuela católica es hablar probablemente de todas las escuelas católicas. Aquí, una dirigida por monjas amantes del tuco, los viajes a Italia y la exhibición de reliquias.

Hace pocos días y gracias a Instagram me enteré que algunas docentes mías de la secundaria y la primaria leen estas columnas. Esto me sorprendió primero porque me sorprende siempre que alguien me comenta que lee estas columnas que para mí no son más que una especie de vómito asistido, pago, completamente editado y corregido, que me hace reír a mí (a veces, no siempre) y que me parece imposible que haga reír a otra gente. En segundo lugar, me sorprendió porque no puedo concebir que las docentes recuerden a sus alumnes. Puedo decirles que yo no recuerdo al 90% de la gente que tuve frente a mí en un aula. O en la vida.

Evitaré quemarlas con nombre y apellido a estas, mis nuevas fans, porque precisamente en esta columna hablaré de un tema con el que ya hemos coqueteado pero que, por algún extraño motivo, hasta ahora hemos postergado: mi profunda educación católica apostólica y romana. Es decir, los 14 años que pasé dentro de una institución educativa que me enseñó, entre otras cosas, a hacer masa de tarta, a mantener la pollera siempre por arriba de la rodilla y que Jesucristo es el sugar daddy definitivo.

También puedo decir con total certeza y después de haberlo debatido hasta el hartazgo con millones de mujeres con las que he hablado de este tema, que hablar de una escuela católica es hablar probablemente de todas las escuelas católicas, y que con algunas pequeñas digresiones todas son más o menos parecidas. Lean el trazo grueso, entonces. Ahí nos hermanamos todos.

Mi escuela estaba tutelada por una congregación de monjas, y ese es el primer detalle espectacular: cada vez que digo “yo fui a una escuela de monjas” hay gente que interpreta que yo hice el seminario de monjas o el curso habilitante de hermanas o como sea que se le denomine. La verdad es que no, aunque en algún momento de la vida creo que lo pensé. Probablemente todas las que pasamos por ahí lo pensamos, porque ver la vida de esas monjas nos hacía creer que quizás era fácil vivir dentro de un convento. Sin ir más lejos, a las monjas que nosotras veíamos cotidianamente, que convivían con nosotras en esa escuela, apenas si se las sentía hablar de, por ejemplo, lavar los platos, realizar las tareas del hogar o hacer otra cosa que no fuera rezar y mirar la televisión. Visto así, era como ser una formidable mantenida, que lo único que hacía en todo el día era rezar a la mañana, dar clases de religión, literatura o música en algún momento de la jornada y después, al mediodía, comerse un buen plato de pasta. Porque todos los días, religiosamente, en esa escuela, esas monjas, que eran mezcla de Gino Renni y la novicia rebelde, comían unos espaguetis a la bolognesa que te inundaban el aula de química de olor a tuco y te daban ganas de romperte la cabeza contra el menú de Montecatini.

Nota a los lectores: Montecatini es un mítico restaurante de pastas de Mar del Plata. La autora no tiene ningún tipo de filiación o acuerdo con el mismo, pero le encantaría.

Probablemente este es un comentario que ya hice con anterioridad, pero entiéndanme: ya escribí más de 300 columnas para este medio que serán recopiladas a mi deceso, a mi muerte, a mi fallecimiento, por quien se quede con mi nombre y mis derechos, es decir, por el Matías Morla de esta Belén Degrossi. Continuando, debo decir que una de las cosas que más me sorprendía de las monjas es que todas gozaban de una profundísima salud dermatológica, es decir, tenían una piel que le impedía a una saber si la monja frente a ti tenía 25 o 70 años.Siempre andaban con cara de que recién se levantaban de dormir la siesta, cosa que puede haber sido producto de a) pasarse todo el día rezando, que como sabemos no es más que una forma perfeccionada de la meditación, o b) esos copiosos platos de pasta que comían todos los días y que probablemente las dejaban piponas, piponas.

Añadiré que, además de ser una escuela de monjas, era también una escuela de señoritas. Sólo de señoritas. De esas que ya no existen. Y de vez en cuando, como para justificar que nuestros padres pagaran por una educación católica, apostólica y romana, las monjas se divertían viniendo a los patios en donde nosotras tomábamos sol y nos sacábamos los pelos de las piernas con pinzitas de depilar, para inculcarnos algunos de los grandes valores de la vida. Sus favoritos eran no llevar la pollera por arriba de la rodilla, no charlar con vecinos y/o con el carpintero de la misma institución, que ellas habían contratado, el amor por la cocina, el bordado y el decoupage, técnica milenaria que consistía en pegar bollos de papel masticado en alguna superficie para darle un acabado más estético. Nada de eso sirvió, considerando que la mayoría de mis amigas terminaron siendo contadoras, escribanas, incluso les diría desempleadas, pero en ninguno de esos casos para absolutamente nada les sirvió saber decoupage.

Fíjense que aquí yo no estoy criticando a las docentes, a quienes les guardo el mayor de los respetos porque, calculo, de vez en cuando también les habrá molestado que la patronal, en este caso encima completamente imbuida por el Espíritu Santo, le viniera con este tipo de pavadas. Había en esa escuela una conciencia de lo que era ser mujer que se había quedado un poco atrasada. De a ratos incluso parecía que algunas de las doctrinas venían previas al voto femenino.

Y las monjas eran, sobre todo, teatreras. Montaban shows con la facilidad y la ductilidad del mejor José María Muscari. Nos llevaban a interminables procesiones en donde nos ponían a hacer lo que mejor nos salía, que era cantar como el magnífico coro de niñas vírgenes que éramos. Una vez al año se nos ungía con la responsabilidad de representar la magnífica vida de la monja que había sido la que le daba nombre a la congregación. El pesebre viviente era siempre una fiesta del papel crepé y barbas hechas con algodón. Y había dos momentos en particular que a mí me parecían espectaculares. Una vez al año una delegación de los italianos que ponían la verdadera tarasca, los que ponían desde Europa la plata para que la escuela se sostuviera y se mantuviera, venían a visitarnos y hacíamos unas fiestas en donde nos ponían a nosotras a bailar y a danzar y a hacer coreografías que probablemente el Tano que venía no entendía, pero a las que respondía con una media sonrisa que sólo podía significar que estaba allí en contra de su voluntad.

Si la cosa salía bien, el premio era gordo: habilitaba a las monjas a que una, dos o tres veces al año viajen a Italia a ponerse en contacto con la congregación central. En realidad, sabemos que era una excusa para ir al Viejo Continente a recorrer, sacarse fotos, comprar souvenirs y por supuesto comer pasta que, repito, era probablemente lo que más les gustaba de ser monjas.

Y después, cada cinco o diez años, el momento favorito: la llegada de alguna reliquia. Horas podría estar hablando del morbo que tienen los católicos con las partes del cuerpo zombie de algún tipo que fue santo, monja, novicia, cura o beato por haber hecho quién sabe qué en la época de la peste negra y del que todavía, por algún motivo que no sabemos de explicar, mantenemos un brazo o una pierna, a veces siquiera el cráneo, como si fuera un pickle que traemos y llevamos a todos los lugares del universo a la espera de que más tarde o más temprano eso nos conceda la vida eterna.

Y acá recibíamos con bombos y platillos la pata muerta de Santa Elena. Se hacía una fiesta y una celebración por recibir la pierna gangrenada de alguien que había sido monja de la misma congregación hacía siglos, quizás cuando todavía no había penicilina, y la recibíamos con un número musical mezcla de Misa Criolla y Chiquititas. Cantábamos esa que dice “yo, Señor, con estas manos martillé y me mirabas / y me lo dejabas hacer”, y nos deprimíamos en serio porque así de comprometidas estábamos.

Y después la pierna se iba y las monjas volvían a contarnos que para ser mujeres precisábamos no dejarnos embaucar por ningún hombre, pero que aún así lo más a lo que podíamos aspirar como mujeres, precisamente, era que algún hombre nos embaucara y nos diera, si no la vida eterna, por lo menos, la posibilidad de vivir tranquilas.

Algo que ellas habían encontrado en Jesucristo, que resultaba ser un inigualable sugar daddy, que las llevaba de vacaciones tres o cuatro veces al año a conocer grandes lugares de la Iglesia Católica, que les permitía vivir sin tener que pagar alquiler, comer de gratarola, tener ropita de arriba y mantener las manos y el CUIL pulcros, sin una sola muestra de haber desempeñado alguna labor.

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