Una ilusión matemática

¿En qué se basan las creencias que nos permiten sentirnos a salvo? ¿Cuál es el fundamento común de la cura del empacho, la velita a San Expedito o la bocina al Gauchito Gil en la ruta?

Mientras estaba entrando al quirófano tuve una revelación: yo creo, con una fe ciega, en la ciencia y en la medicina. Quizás a veces puedo descreer de ciertos médicos, pero no de la medicina o de la ciencia en general. No sé cómo hace para vivir esa gente que encuentra teorías conspiranoicas en todos los rincones. ¿Con qué se sostiene al momento de estar entrando a un quirófano prácticamente desnuda, tapada por una batita confeccionada en Kuwait por personas que probablemente no tengan cubiertos sus derechos laborales?

Una vez pasado el efecto de la anestesia creí tener una revelación (porque claro que no podemos pasar por ninguna situación traumática sin aprender algo): creemos en algo, en cualquier cosa, porque es una forma de sentir que al menos eso podemos elegir. Es decir, hay cosas que podemos dejarlas libradas al azar, incluso a esos rituales estúpidos que una hereda sin cuestionar. Pero el momento máximo de fe es ese en donde uno cierra los ojos y releva a otra entidad lo que suceda con su vida, con las cosas que desea, con las que ama, por las que lucha.

Así es que creemos en la ciencia, en la democracia, en el gauchito Gil, en la Virgen Desatanudos o en ponerle una colita rutera al auto para que no genere estática o algo por el estilo.

Y no confundamos la fe, la creencia, con la ceguera. Podrá ser muchas cosas, pero no es un gesto iluso: la fe tiene bastante de empiria. En el fondo lo que nos hace creyentes, fieles de algo, es la efectividad. Desde la política y el sindicalismo al deporte o el dentista, la compañía de seguros, el verdulero, la piba que nos tira el tarot… Creemos en algo en la medida en la que ese algo nos es efectivo.

Y a esa empiria siempre se le busca un marco teórico: detrás de la creencia siempre tiene que haber alguna historia que justifique el porqué de nuestra fe. Esas narrativas a veces son de lo más absurdas, estúpidas, tontas, porque también nos gusta un poco esa cosa casi infantil de creer que algo puede llegar a torcer el curso de la historia, pura y exclusivamente por una cuestión mágica, de fuerzas energéticas, de palabras justas.

Recuerdo la historia de un conocido que era camionero y que decía que cada vez que pasaba por un poste particular de la ruta 23 en la zona de Villa Trinidad se encontraba con un tero tuerto que le devolvía la mirada. ¿Cómo sabía él, pasando a la velocidad rutera, que el tero era tuerto? No lo sé. ¿Cómo sabía que ese tero estaba siempre en el mismo poste de la ruta? ¿O cómo podía saber que era siempre el mismo tero? Esas lagunas argumentales no revisten importancia. Cada vez que él se subía al camión a repartir cargas que, ahora que lo pienso eran de dudosa procedencia, no viajaba del todo tranquilo hasta cruzarse con el tero. A partir de ahí el viaje para él era simplemente una cuestión rutinaria: viajaba con la certeza de que no iba a haber mayores problemas. Si el tero estaba embalsamado, muerto, fallecido, en proceso de descomposición, este camionero no lo sabía. Igualmente pasaba y le tocaba bocina. Porque es sabido: el tero precisa del ruido de la bocina para sacar toda su potencia y su energía teril para hacer que el camión prosiga en su viaje sin ningún tipo de complicaciones.

¿Chequeaba el aceite del camión, el camionero? ¿Le cambiaba las cubiertas, tenía la VTV al día, usaba nafta de buena calidad? Todo esto no lo sabemos y a fin de cuentas no es de importancia porque el factor fundamental que podía llevarnos a todos y todas a temer por la vida del trabajador rutero estaba depositado en el Vanellus chilensis. Un día el camionero se jubiló, dejó de viajar y definió que el acto de fe debía consumarse en su máxima expresión: se tatuó un terito en el brazo. Y se lo tatuó, obviamente, tuerto arriba de un poste de la ruta.

El mismo principio aplica para la ancestral tradición del curado del empacho, algo que no sé si se realiza en otros países pero que me gusta pensar que sólo se practica aquí y que por consiguiente nos transforma en el mejor país del mundo. Curar el empacho es un gesto que atraviesa generaciones, que se puede hacer incluso de cuerpo presente o a la distancia, como si existiera una suerte de poder wifi de la cinta que tienen nuestras tías abuelas y que guardan con mucho recelo. Y es entendible que así sea: esa cinta tiene mucho poder. Y tal y como nos enseñara el Tío Ben en las cuatrocientas veces en las que lo vimos fallecer en la saga de Spiderman, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.

No hay nada más mágico en este país que ese ejército de señoras, pasándose la tradición de generación en generación, de una mujer a la otra, en ese rito en el que se van a un rincón a pasarse el conocimiento ancestral entre susurros. Es lo más parecido a la cultura de Jedis y Padawanes que tenemos en la tierra. ¿Por qué creemos que así se nos cura el empacho? Porque es efectivo. Porque en el momento en donde tu tía Teresa empieza a recitar en voz bajita a esa cinta de raso, en la que se condensan las energías de cientos de miles de empachos de tu familia, de a poquito te empezás a sentir mejor. Y cuando la criatura te llora desde las 3 de la tarde a las 3 de la mañana sin parar y vos le decís “¿podés chequear si está un poquito ojeada?”, la tía pone un par de cosas adentro de un bol en donde después va a preparar una ensalada rusa y te dice “si está ojeada, ponle una cintita roja” y ¡zan se acabó!

Nuestra fe dota a la tía, al médico y al Gauchito Gil de potencia, de poder. No hay otra cosa más que poder en esa médica que me ingresaba a mí al quirófano sin prestar atención, chocando mi camilla contra las paredes del sanatorio. Porque de última lo importante era lo que iba a pasar en un rato, lo importante iba a ser cuando ella me abriera al medio, ahí tenía que estar puesta la atención. Todo lo que sucediera antes era anecdótico, y yo creía y creía porque creer me sacaba el miedo, me sacaba hasta el frío, me humanizaba por un ratito. Esta mina había rendido un millón de materias y había abierto un montón de personas y les había sacado cosas de adentro. ¿Por qué justamente conmigo iba a fallar? ¿Por qué iba a fallar mi tía justo en el momento en el que me curara a mí el empacho? ¿O por qué de los cientos de miles de camioneros que todos los años pasaban por al lado del tero tuerto iba a ser mi conocido, el camionero, quien por un descuido del tero, sufriera algún tipo de problema?

En esa mezcla entre empiria, creencia, ilusión, es que andamos todos los días. Quizás por eso leemos el horóscopo entre un diario que está lleno de noticias que están un poco inventadas y un poco basadas en hechos reales. Quizás por eso cuando vamos caminando por la calle y vemos una escalera no pasamos por debajo porque ¿qué pasa si? Puede que no pase nada, pero ¿y si sí? De esa mínima fracción, de ese 0, 01% en donde hay posibilidades de que algo pase, de eso nos aferramos para no romper con ninguna de las fábulas urbanas que sostienen el relato casi mágico de las cábalas, los mitos y las costumbres.

La fe no es más que un cálculo matemático hecho desde la ilusión. Es una señora que se sienta frente a una maquinita del casino de Mar del Plata y define con un criterio extraño pero propio en qué maquinita va a invertir su dinero. Y le pone esos pesos que le sobraron de la jubilación y prueba una y otra y otra y otra vez, como la persona que juega todas las semanas a la quiniela porque entiende que matemáticamente, en algún momento, si juega por 10, por 20, por 30 años, ese pozo del Quini 6 le va a salir y va a poder sacarse una foto con un cheque gigante y con Enzo Volken, que es a lo que, admitámoslo, todos aspiramos en la vida.

Esa base matemática, igual, se puede toquetear. Los que van al casino, sin ir más lejos, sólo vienen y te cuentan cuando ganan. Siempre apelan a esa victoria esporádica que refuerza la creencia. Son los mismos que vienen y te cuentan que pasaron por debajo de una escalera sin querer y a las dos cuadras se tropezaron; que pisaron caca y en lugar de decir “qué sucia es la gente que saca el perro a hacer sus necesidades y no las levanta, qué terrible es la gente que no tiene ninguna compasión y piedad por el prójimo y anda dejando los zorullos de sus canes en todas las veredas del microcentro”, aparecen para decirte “¿sabés qué? Pisé caca y después encontré 200 pesos en un bolsillo”. Son los que colocan plata debajo del plato antes de comerse los ñoquis del 29, le tocan la bocina al gauchito Gil, le prenden velas a San Expedito los 19. Y en ese íntimo sistema de creencias, más tarde o más temprano, encuentran algo parecido a un ratito de paz mental.

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