Por Lautaro Ruatta

La locación fue el aeropuerto de Ezeiza. La cámara era amarilla fosforescente (había que carretearle el rollo). Corría enero de 1992. Sergio Denis y Látigo Coggi ya se habían prestado a un cameo casual. Darín llegaba de New York. Lo noté cansado, serio. En un carrito sus valijas y bolsas de compras. Mis antecedentes como director eran escasos (se destaca un acto del 12 de octubre resignificado desde una canción de Xuxa), pero con 13 años me habilitó a proceder el hecho de que en los recreos de la primaria (por una temporada) me apoden “Derby”, porque jugaba a hacer la publicidad de cigarrillos como Ricardo. La producción fue intempestiva y breve. Marlboro no aportó dinero. Las películas que nos hacemos saben más de comunidad que de mercado. Darín no cobró. La urgida dirección fue minimalista. Encuadré entre el tumulto de extras ad honorem e indiqué: “Ricardo, una foto”. Con inmenso oficio despejó las nubes y actuó la mejor sonrisa del cine nacional. A partir de entonces las hizo todas y pude aplaudirle cada una. No volvimos a trabajar juntos pero, cuando la claqueta suena y la acción me habilita, no hay sonrisa que no intente acercarse a la magistral mueca de toma única. La suerte nos corrió dispar, aunque volví a cruzarlo de lejos en una obra llamada “Algo en común”. Amistades magistrales, mucho trabajo, concursos y proyecciones hicieron que el cine me invite a pensar realidades, a guionar alternativas, a ponerle el cuerpo a un rodaje, a redirigirme al pasado para hacer historia.

Del día que dirigí a Darín me han quedado secuelas. Aquel verano empecé a fumar. Jamás fui a los Oscars, nunca hice de narcotraficante latinoamericano, participé en más de 60 realizaciones, amo y defiendo el cine nacional y sigo más allá de la ficción, y sin ánimos de originalidad, diciendo una frase que le pertenece al pueblo. Nunca más.

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