No sé si alguna vez vivieron algo así. Fue hace un rato, iba en bicicleta y en una esquina me crucé con alguien que reconocí como yo. El otro yo venía en auto, nunca supe manejar. El tema del doble es viejo como la injusticia: simbólico, mítico o fantástico. No me refiero a nada de eso.

Hace muchos años, cuando era adolescente, en una revista de Buenos Aires, vi una chica en una foto, tenía más o menos mi edad y me pareció que teníamos la misma cara. Mil veces miré la foto, no creo que haya preguntado si tenía alguna hermana gemela que no conocía. La foto era ilustrativa, de alguna noticia anodina, se me ocurre que era un espacio grande cerrado, capaz una universidad o escuela, algo sobre jóvenes, vaya a saber. Ella estaba en el centro de la imagen, de medio perfil, sentada, había otra gente de la misma edad. Ese tipo de fotos, antes de internet, total anonimato. Había olvidado hasta hoy ese pequeño vértigo.

Algún tiempo después, empecé a notar que me saludaba gente que no conocía. En un 16 uno me charló dando por supuestas distintas cosas que yo ni idea. Entendí que él y otra gente me confundía con alguien en particular. En ese momento me dio vergüenza aclararlo después de haberlo saludado fingiendo naturalidad, después de haberle seguido la corriente fingiendo entender. En Santa Fe, predeciblemente, no demoré en saber con quién me confundían, a él le pasaba lo mismo, claro. Para sumar, alguien en común descubrió que habíamos nacido el mismo día y el mismo año. Yo asumía el parecido pero, digamos, remotamente, creo que él también. No sé si porque andábamos por los mismos lugares, pero la confusión se fue poniendo cada vez más intensa. Los dos nos enterábamos cosas del otro, por ejemplo, cuando alguien me decía que se suspendía un recital asumía que él pensaba ir, cuando yo presenté no sé qué, me felicitó. Una vez una prima mía lo bardeó porque no la había saludado. Otra vez, en la puerta de un antro, una chica que jamás había visto me insultó insistentemente frente a mucha gente. Mientras gritaba cada vez más fuerte, yo pensaba que lo único que tenía para decirle la iba a enfurecer más. Y así fue.

No sé cuánto duró el tiempo que asumí que también era otro para alguna gente. Pero creo que no mucho. 

En Barranquitas, un chabón me apuntó con un 38 preguntando por qué había pasado dos veces por su casa, me decía que sabía quién era yo, y no sé qué más. Después me robó el gamulán y se fue.

Una vez me metí a bucear en Madryn con alguien que me había enseñado a hacerlo pocos minutos antes. De milagro logré volver vivo a la orilla, al mismo tiempo que llegó una patrulla de Prefectura, cuando uno empezó a interrogarnos, el otro preguntó si yo era no sé quién. Antes de que alcanzara a negarlo, mi improvisado instructor dijo que no, que era el hermano, el tono de los uniformados cambió de inmediato, se fueron dejando cálidos saludos. Se trataba de un buzo, famoso en esos lares.

En un velorio me confundieron con el viudo. En la puerta del Bauen, unas adolescentes pidieron sacarse una foto conmigo y sin esperar respuesta se me amontonaron, inútilmente intenté decir que yo no era el que creían (nunca supe quién), pero en vertiginoso alboroto se fueron sin escucharme. Agradecí que nadie de los que trabajaban conmigo y paraban ahí alcanzaran a ver el suceso y las duraderas burlas que eso evitó.

En Capilla del Monte doblé una esquina y vi que un flaco empezaba a tomar impulso con un palo en la mano, decidido a partírmelo por la cabeza, un par de pasos antes de que eso sucediera se escuchó el grito de otro “no es, no es”. El que gritó venía todo abollado, mientras me explicaban el motivo de su acción (les habían pegado de onda, por porteños) dobló en la esquina un amigo que venía conmigo y se había demorado meando en un árbol.  Yo lo vi cuando el que me había salvado dejó de hablar, lo señaló y reconoció como el legítimo destinatario de la venganza. Repetí su grito y funcionó. Después de la duplicada escena, se fueron por una calle oscura, gritando improperios, decididos a encontrar a los que buscaban o, en su defecto, a desquitarse con cualquier cordobés que se prestara voluntariamente o no, a asumir la representación de su provincia y acervo cultural.

Juro que la lista de este tipo de pequeños entuertos es más extensa pero no quiero abusar. Hoy día, de vez en cuando alguien me saluda e intercambio alguna palabra y me queda la duda si me confundieron o si me olvidé. Lo mismo cuando algún amigo recuerda algo que yo hice, dije o viví y yo no. En cualquier caso, asumo que nada de esto es del todo inusual.

Pero lo de hace un rato no sé. Como dije, iba en bici, en rigor de verdad, venía en bici. Volvía a mi casa luego de un trámite particularmente curioso. Tuve que ir a presentarme a una dependencia pública para que constataran que estaba ahí mismo, y que, por esa razón, dado el paro de transporte público, no podía estar la ciudad vecina donde tendría que haber estado trabajando. No sé si tendrá relación, pero el asunto era legalizar que yo estaba donde estaba, cuando tenía que estar en otro lado. 

Justamente en eso pensaba cuando me vi. Llegamos juntos al cruce, él detuvo su marcha, yo pasé. Era un auto que quizás yo podría haber comprado alguna vez. Tenía menos canas que yo ahora, capaz dos o tres años más joven. 

Llevaba anteojos de sol, eso fue un alivio. Aun así, tuve la certeza de que él también se dio cuenta de que era yo. Pensé lo que hubiera hecho en su lugar y eso fue lo que él hizo. Dio la vuelta a la manzana para volver a cruzarme pero antes de llegar a la esquina del nuevo cruce se arrepintió, aceleró y pasó sin mirar. Yo tampoco quise ver.

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