Estamos todos en la misma: tratando de llegar enteros al fin de un año que nos maltrató. ¿Cómo surfear el agotamiento? ¿Qué hacer cuando las ganas de conquistar el mundo siguen ahí, pero las fuerzas no?

Durante la década del 90 y principios de los 2000 se emitía en el canal Cartoon Network la seguidilla de los mejores programas de dibujitos animados de la historia. En ese momento la tirria era entre Cartoon Network y Nickelodeon, que se disputaban la mayor parte de la audiencia de los que teníamos cable en una época en la que eso era, claro, un privilegio. Pero no estamos hoy para medir privilegios, estamos para otra cosa. Estamos entre todos y todas tratando de darnos fuerzas para llegar enteros al fin de año. 

Retomo. Dentro de la magnífica oferta de dibujitos que Cartoon Network tenía a disposición de las pequeñas mentes que se estaban formando durante una época triste, cínica y cruel de la Argentina, se destacaban “El laboratorio de Dexter”, “Las chicas superpoderosas”, “La vaca y el pollito”, “Ed, Ed y Eddie” y uno de mis favoritos personales: Pinky y Cerebro. Ahí, dos ratoncitos del laboratorio (uno muy muy inteligente y uno muy tonto, pero de muy buen corazón) intentaban infructuosamente todas las noches algo que ellos denominaban “conquistar al mundo”. Es más, la frase final de todos los episodios, era esa: “¿qué haremos esta noche Cerebro? Lo mismo de todas las noches, Pinky: tratar de conquistar al mundo”.

La gracia estaba en que nunca lo lograban, así como el Coyote nunca logra atrapar al Correcaminos. En nuestras pequeñas mentes infantiles no nos dábamos cuenta que lo que esos dibujitos mostraban es que la felicidad quizás está en eso, en la persecución, no en llegar a un fin. Ahora, ¿qué pasa cuando, por ejemplo, en un año como este, consecutivamente perseguimos y perseguimos fútiles felicidades a las que no llegamos nunca? Y somos, constante y regularmente, Pinky y Cerebro, adentro de una jaula, adentro de un laboratorio, en una ciudad perdida de los Estados Unidos que probablemente también pasaba por una crisis económica, preguntándonos todas las noches qué podíamos hacer, respondiéndonos de forma infantil que como poder, se puede hacer cualquier cosa, que podíamos conquistar el mundo, que eso era una posibilidad.

Yo creo que ganar el Mundial de fútbol y festejarlo de manera fervorosa y constante en la calle durante tanto tiempo, tomando bebidas de dudosa procedencia y frotándonos con gente con la que evidentemente ni en pandemia ni en otro contexto nos hubiéramos frotado, abrió una especie de vórtice temporal en nuestras mentes que nos hizo olvidar que este país tiene un montón de discusiones abiertas. Y que también hay algunas discusiones que ya estaban cerradas pero que grandes sectores de la sociedad estaban esperando para volver a discutir. La historia, dicen los que saben, es cíclica. Y en este momento Argentina está en el punto del ciclo en el que se corta el flequillo sola y vuelve a escuchar los primeros álbumes de Shakira.

Qué lejos quedaron esos momentos en donde parecía que una atajada del Dibu podía sostener psíquicamente a toda una nación, que venía muy golpeada después de los años de pandemia y crisis, esos en los que creíamos que todos íbamos a ser mejores y terminamos respirando nuestros propios alientos putrefactos adentro de un barbijo del Conicet, ese Conicet que durante mucho tiempo nos pareció lo mejor que nos había pasado en el universo y que ahora un 60% de la población no parece considerar tan fundamental. 

Yo me encuentro en un perplejo y constante estado de “¿Y qué vamos a hacer ahora, Cerebro? Lo mismo de todas las noches”. De a ratos soy Pinky, de a ratos soy Cerebro, de a ratos soy la jaula que no los deja salir, que les pone una especie de techo. Soy esa persona que en los grupos de amigos y de trabajo está todo el tiempo diciendo: “Che, bajemos un cambio, el ballotage fue hace unas semanas, no podemos pretender cambiar ahora lo que no cambiamos en los últimos ocho años”. También de a ratos soy Cerebro creyendo que podemos hacer absolutamente todo lo que nos propongamos porque esta es la mejor nación del universo. Una nación que tiene pingüinos, una YPF estatizada, la ruta 40, el mate y a Emilia Mernes no puede ser una mala nación. No hay forma de que no seamos el mejor país del mundo. Sencillamente no podemos no serlo. 

Después paso a ser Pinky y me quedo sentada esperando que a alguien se le ocurra algo para subirme en esa porque, francamente, no tengo ni el tiempo ni la energía (ni el aguinaldo ni los derechos total y completamente asegurados) como para poder ponerme en belicosa y tratar de romper absolutamente todo para que las próximas generaciones lo arreglen. Estoy agotada, estoy cansada. De ratos me quiero movilizar, de ratos no. De ratos pienso que lo más importante es que hagamos algo con los mosquitos, que todo el resto de las cosas se van a arreglar en el momento en que podamos hacer algo con los insufribles mosquitos que ya tienen el tamaño del Tango 01, y la irreverencia de ese jugador de reserva que entra a jugar su primer partido en primera y la mete un caño al 4 del equipo contrario comiéndose un puñete en la boca.

Me gustaría hoy ser una de esas “niñas lino”, que están todo el tiempo consumiendo productos cruelty free y vegan, que sólo pueden preocuparse por energías. Y energías en el plano cósmico, no energías reales. Las chicas lino no se preocupan por la minería, ni por los hidrocarburos, ni por la privatización de YPF. Me encantaría estar hoy sentada, poniendo mis cristales al sol, dejándolos cargar, para después traerlos adentro de casa y con eso sentir que hice algo por el país, por la patria, por el mundo. Pero, francamente, no puedo. Es como que es una actualización de software que no me vino en la cabeza. Te llego hasta a creer en Mercurio Retrógrado porque hay veces en donde, con una mano en el corazón, no puedo entender que algunas cosas pasen sólo porque sí. Alguna explicación mística tiene que haber. Pero después, en días y en momentos como estos me dan ganas de creer en otras cosas, en algo superador que de pronto, con dos o tres pavadas que uno ponga en un cuenco, nos solucione la vida. Quizás, a futuro, esto suceda. Quizás, a futuro, me vean con Alan Faena corriendo por las playas de Punta del Este en un conjunto blanco, impoluto, impecable, cantando canciones en la guitarra hasta las tres de la mañana. Ahí estaremos, Alan Faena, Alberto Fernández y yo, invocando una juventud que ya se nos ha escapado, presumiendo una paz que no sentimos, impostando una juventud que nos abandonó.

Si yo pudiera escribir un poema como ese de Paco Urondo o de quien sea que anda dando vueltas que de alguna forma nos transmitiera a todos, todas y todes algo de paz mental. Si pudiera escribir una suerte de manual de qué hay que hacer en los próximos meses basándome en la empiria y experiencia de lo que fueran los albores del macrismo (basándome incluso en la disputa y la batalla cultural que dimos las mujeres y las disidencias frente a la posibilidad del matrimonio igualitario, del aborto, la ley de identidad de género, el cupo laboral trans) diría lo siguiente: haga lo que crea necesario. Siempre y cuando esto no involucre la lucha armada. Francamente creo que sería una opción que pondría más contenta a Victoria Villarruel que otra cosa y yo no quiero hacer nada que ponga contenta a Victoria Villarruel.

Haga lo que crea necesario. Si quiere irse de ese grupo de whatsapp, váyase. Si quiere putearse con la gente con la que nunca se puteó, putéese. Si en realidad opta por una postura más zen y lo que quiere hacer es abrazar a todos los repartidores de Pedidos Ya! (que usted asume votaron a Javier Milei) abrácelos. Siéntase plena y segura de hacerlo. Si quiere hacerse una queratina, olvidarse del presente que estamos viviendo, recluirse en una quinta en Arroyo Leyes, pasarse todo el día leyendo las novelas de Claudia Piñeiro, volver a intentar dejar de fumar y olvidarse que afuera el mundo se está cayendo, hágalo.

Repito: haga lo que crea necesario.

Lo único que deberíamos evitarnos en la pérdida de la dignidad. No le escribamos a nuestras ex a la espera de que nos digan algo distinto de lo que nos dijeron la última vez. Y, sobre todo: no tratemos de imponerle al resto de nuestros compañeros y compañeras nuestra propia energía. Entendamos que del otro lado de ratos tenemos un Pinky, de ratos un Cerebro, de ratos un Coyote, de ratos un Correcaminos, a veces un repartidor de Pedidos Ya! o a una persona que cree en la astrología.

Yo alterno entre fingir demencia y esperar lo peor. Me refugio en los afectos, en alguna que otra bebida espirituosa, en películas que hace mucho tiempo quería mirar. Me siento a esperar que lo peor empiece a pasar, para entonces preocuparme seriamente. E inevitablemente aun así, en esa nube de Úbeda, cada tanto puedo sentir la voz de Pinky en mi cabeza susurrando: ¿qué haremos esta noche, Cerebro?

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