Hermano miedo

valija

“Usted sabe que está ahí y yo sé que estoy aquí. Todo lo demás es incertidumbre”.
R. R.

Mi hermana se llama Rocío, no Romina. Yo me llamo Rodolfo, no Gustavo. Mi papá se llama Jorge, mi mamá se llama Raquel, a ellos se les ocurrió el juego de cambiarnos los nombres. Al principio me molestaba, ahora ya me acostumbré. Fue cuando llegamos a la casa nueva. Rocío y yo vinimos directo de las vacaciones con los abuelos, no pude traer casi nada de mis cosas. Extraño a los abuelos. Odio mudarme todo el tiempo.

Le decimos la casa nueva pero es vieja y queda lejos de la ciudad. Lo peor es que no tenemos tele y cuando nos dejan prender la radio hay que ponerla muy bajito y acercarse a escuchar.

Hay un patio grande lleno de pozos por los tucu tucu. Todavía nunca los vi pero se los escucha a cada rato. A la noche me asustan mucho. Meto la cabeza debajo de la almohada y de las frazadas pero los escucho igual. Laika agranda todos los pozos, se desespera por cazarlos pero hasta ahora no pudo. Todo el día los huele y cava pozos cada vez más grandes. Hay veces que miro los pozos, o el techo o las baldosas de la galería de atrás y por un segundo me parece que ya viví lo que estoy viviendo. No me pasó nunca antes algo así, no sé cómo explicarlo, es algo raro y feo.

No extraño la escuela, pero los días son largos y bastante aburridos. Cuando empecé a escribir este diario me di cuenta de que los días eran iguales. Lo escribía a escondidas, a la siesta o cuando me despertaba a la noche, acá en este cuaderno que la abuela me compró para la escuela. Después de hoy no voy a escribir más.

No me gusta Julio. Se lo dije a mi mamá aunque Rocío me hizo cara de que me callara. Mi mamá no dijo nada y puso la misma cara que cuando pregunto por la tele o la escuela o los otros abuelos. No dije nada más.

A Laika tampoco le gusta Julio, cuando viene ella se queda en el fondo del patio, no cava, ni ladra, ni nada. Yo la llamo y no viene, parece como que tiembla, me da cosa mirarla.

Julio siempre está vestido igual, remera blanca con cuello azul, siempre limpita y planchada, impecable, un pantalón azul y mocasines. Siempre tiene el pelo como mojado, capaz le saca gomina al padre porque nunca se despeina. También tiene olor a una colonia que yo estoy seguro que olí antes pero nunca puedo acordarme cuándo ni dónde. Julio nos llama por nuestros nombres verdaderos. Seguro Rocío se los dijo. Muchas veces secretean entre ellos y a mí me da como furia pero disimulo.

Ella fue la que lo vio la primera vez, estábamos en la pieza porque era la siesta. Julio estaba en el medio del patio mirando para la casa. Salimos por la ventana como ya habíamos hecho una vez y ahí lo conocimos. Después vino casi todas las siestas.

Al principio me alegré por tener alguien más para jugar. Jugamos a casi todas las cosas que jugamos siempre. Pero después empezó con juegos que no entiendo y no me gustan. Me quería meter adentro pero Rocío me convencía de que no. Siempre lo seguía y obedecía en todo lo que él quería, a mí me daban ganas de pegarle un palazo en la cabeza, de gritar o de llorar. No entendía por qué pero casi todas las veces me pasaba eso y me aguantaba.

Cuando escuchábamos que mamá o papá bajaban de su pieza por la escalera de madera, Julio nos decía que entráramos y le hacíamos caso. Yo me iba rápido a la pieza y miraba por la ventana y ya no estaba. Nunca lo vimos llegar. Nunca lo vimos irse.

Una siesta Julio dijo que íbamos a jugar al marinerito, yo pregunté qué juego era. Rocío sonreía. Nos dijo que lo siguiéramos. Caminó lento para el fondo, nosotros caminamos detrás de él. Silbaba bajito la canción de los marineritos que yo tanto odio. Y tenía esa sonrisa dura como de muñeco maldito, hasta parecía que sabía que me molestaba tanto. Pensé que capaz Rocío le había contado y entonces lo hacía a propósito. La odié tanto que ahora me acuerdo y hasta me da un poco de vergüenza y mucha tristeza.

Se paró al lado del paraíso. Detrás del tronco había una valija muy grande como de plástico. No tenía cierre sino muchas cosas como manijas que se apretaban para abajo. Nunca había visto algo que se cerrara así.

Abrió la valija, después nos enseñó cómo se cerraba. Después la volvió a abrir y se acomodó adentro en posición de bebé. Nos dijo que la cerráramos y que solo la abriéramos si escuchábamos dos golpes. Esa era la señal.

Dije que no quería jugar y que me iba pero me quedé. Roció cerró la valija lo más rápido que pudo. Escuché que Laika lloraba casi sin sonido. Nos quedamos un ratito esperando la señal pero había un silencio tan aterrador que parecía que el mundo se había congelado.

Empecé a abrir la valija, primero Rocío se quedó como paralizada unos segundos y después me ayudó. Julio estaba en la misma posición. Nos miró con la misma sonrisa pero con cara de estar muy enojado. Nos dijo que entráramos a la casa. Caminamos despacio mirando para abajo y no nos hablamos hasta el otro día.

Estábamos en la pieza y ninguno quería mirar al patio, seguíamos sin hablarnos hasta que escuchamos un golpecito en la ventana. Hicimos de cuenta que no habíamos escuchado nada, pero Julio volvió a golpear dos veces más, el último golpe fue fuerte y tuvimos miedo de que mamá se despertara.

La valija estaba en la galería de atrás, casi debajo de nuestra ventana. Julio dijo que me tocaba a mí. Yo dije que no. Dijo otra vez que me tocaba a mí. Yo no dije nada y seguí mirando el piso. Hasta que vi que Rocío se metía en la valija.

Otra vez ese silencio espantoso. Las palancas se escuchaban como martillazos. Sentí que no podía moverme ni hablar, lo mismo que me pasa en algunas pesadillas.

Cuando terminó de cerrar la valija, Rocío dio los dos golpes de la señal. Le dije a Julio que abriera. Me miró con esa sonrisa del diablo y no dijo nada. Le grité que abriera y me dijo que no hiciera ruido porque no íbamos a escuchar la señal. Le dije que ya habíamos escuchado la señal, me dijo que no, que eran los tucu tucus. Ahí Rocío empezó a golpear la valija sin parar. Creo que lloraba. Lo corrí de una patada y empecé a abrir las manijas pero me levantó del cuello y me apretaba cada vez más fuerte y me seguía levantando. Llegué a tener los pies colgando, después se me apagaron los ojos y ahí creo que me soltó. Sentí el frío de las baldosas, me levanté y corrí lo más rápido que pude pero cuando estaba por subir la escalera, fue como si me chocara una pared y la atravesara porque fue así, de golpe, que me di cuenta que ya había vivido o soñado eso mismo muchas veces y esta vez era tan de verdad que ya sabía perfectamente todo lo que iba a pasar. Sabía que cuando volviera con mi mamá desesperada, Julio ya no iba a estar en la galería ni en ningún otro lado y sabía que mi hermana ya nunca iba a poder decirle a nadie que yo no mentía.

Me llamo Rodolfo Piedrabuena, tengo 9 años, mi número de documento es 20.319.435. Hoy es miércoles 6 de abril de 1977, es un día de lluvia.

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