Así le gritábamos apenas lo veíamos. El pelado era inspector de colectivos o solamente colectivero jubilado que se hacía pasar por inspector. Difícil saberlo. Lo cierto es que eso era lo que hacía la mayor parte del tiempo: subir y bajar de colectivos, retar a los colectiveros o hacer bromas hasta poner incómoda a la gente. 

Lo llamábamos pelado, es casi lo último que recordé de él, fue ayer en el auto con mi mujer y su hijo, veníamos del cine, ellos recordaban la historia de la vaca que cayó de un avión y en mi cabeza empezó a sonar aquella guitarra en la que pronto la vaca cubana mira el cielo justo a tiempo.

Le decíamos pelado, aunque no lo recuerdo demasiado calvo, quizás con poco pelo peinado prolijo al agua o la gomina. Anteojos de ese tiempo y un cigarrillo. La voz ronca y cascada, pantalón gris y camisa celeste siempre impecable. Los chicos lo adorábamos, lo festejábamos, lo esperábamos, lo seguíamos.

Cuando no lograba pilotear su humor de guerra pasaba de largo y hacía de cuenta que no estábamos o quizás directamente no nos registraba. Pero generalmente se quedaba un rato con nosotros, a veces largos ratos. Sabía de qué equipo era hincha cada uno, aunque nadie supo nunca de qué equipo era él. Ni siquiera su mujer nos lo contó. Su mujer estaba siempre en la casa sentada en la entrada. Era bastante más joven, siempre amable, suave y sonriente. Creo que más de una vez se avergonzaba un poco del carácter de su marido, pero lo quería bien y cuando le preguntábamos por él nos contaba algunas cosas, pero casi nunca las que queríamos develar.

Nadie sabía nada del pelado (o eso creíamos) porque parecía que nunca jamás hablaba del todo en serio. Nadie sabía de qué equipo era porque asumía automático y ferviente fanatismo por el equipo contrario a su interlocutor, sea el que fuere y enseguida ofrecía diversas apuestas que rara vez perdía.

Visto desde ahora el pelado era un tipo muy raro y hasta podría considerarse algo sospechosa su costumbre de estar con nosotros en constante show, yo estoy plenamente seguro de que a su modo nos quería genuina y sanamente y eso era lo que sentíamos nítidamente. Parecía un chico en cuerpo de viejo, aunque no se hacía el chico ni el joven, era un viejo como los otros, pero nos hablaba como si fuéramos grandes y como si desconociera todo tipo de protocolos respecto del comportamiento de los adultos. Se reía de los otros viejos, le tomaba el pelo a quien pasara para vernos reír. No importaba que fuese doctor, director, cura o matón. Le gustaba sorprender, provocar, desafiar y no parecía preocuparle ni asustarlo nada.

Fuera de eso, era un viejo cascarrabias casi intratable para el resto del mundo, especialmente la gente más formal o correcta u orgullosa. Se peleaba a los gritos con cualquiera por cualquier cosa, gritaba las peores groserías y blasfemias que podían escucharse en el barrio, aun así tengo la idea de que era más bien querido.

Una vez que el pelado estaba virulento y amargado al extremo. Su mujer nos contó que hacía muchos años, antes de que ella lo conociera, una Navidad, el pelado brindaba con su familia anterior en el patio de esa misma casa que en aquel entonces no estaba techado y nada pudo impedir que la bala que cayó del cielo perforara la cabeza de su hijo de 10 años.

Desde que supimos eso lo tratamos distinto, quizás lo notó y se fue Alejando, pero no estoy seguro de eso. Sí recuerdo haber entendido por qué nos dedicaba tanto tiempo y tanto ingenio: extrañaba a su hijo de nuestra edad.

Recién ayer cuando recordé al pelado (de repente y quizás muy cerca de olvidarlo para siempre), entendí por qué se llevaba bien con nosotros y mal con todo el mundo adulto. Entendí que muy probablemente solo podía mirar a los ojos a quien tenía la certeza de que no era el asesino de su hijo.

Pienso si el asesino se habrá enterado que lo era. Pienso en esa mesa de Navidad, la quietud horrorosa de las cosas que en algún momento alguien habrá tenido que juntar.

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