"Decir la más pura verdad a través de la ficción", dice el escritor y periodista Germán Ulrich, autor del libro de cuentos "En el oeste" y reflexiona sobre la memoria, el recuerdo, la efeméride y la impunidad.
“Estoy mintiendo impunemente con la verdad”.
Juan José Manauta
Diferenciar la Memoria de la efeméride, puede decirse, es un gran desafío para los pueblos. El pueblo santafesino, a 22 años de la inundación del río Salado, continúa buscándole un sentido a su peor desgracia. Tal vez porque la Memoria es una construcción que requiere de valoraciones lúcidas y contiene dolor, mucho dolor, y ambos van más allá de una simple evocación. La efeméride, en cambio, es un punto en el calendario, que obliga al recuerdo, pero el recuerdo es apenas el paso inicial en el ejercicio de la Memoria.
La literatura, el cine, el periodismo, también la música y el teatro, sin que haya una certeza sobre sus procedimientos y su alcance, han contribuido –y lo siguen haciendo– a que la Memoria se afirme, se instale, que deje de ser mero recuerdo. A veces golpeando la imaginación con cuerpos y voces desplegados en el teatro de un barrio, en otras viendo la claridad de una vecina que putea a Reutemann en vivo y en directo a las puertas del hospital de Niños.
La representación de la desesperación en el trabajo de una actriz se parece a la desesperación de los anónimos que lloraron su testimonio en el documental La lección del Salado. En los dos casos, espectadores con lágrimas en los ojos volvieron a sentir lo que sintieron en aquellos días aciagos y se desentendieron del problema de la cifra, del numerito mágico oficial de una lista de muertos terminada a las apuradas, que a su vez originó una búsqueda de la verdad pisando las calles por donde corrió agua podrida.
“Esa zapatilla en el barro/perdió su pie, quién sabe”, escribió Beatriz Vallejos. Los futuros historiadores difícilmente podrán hallar esa elocuencia en sus escritos a la hora de reflejar lo que significó para el pobrerío que el río Salado haya vuelto una madrugada en procura de su valle.
Vallejos, la poeta que abrió las puertas de su casa de Rincón para alojar a un puñado de ateridos, escribió ese poema (“Por encima del silencio”), quizás sin saber que le estaba poniendo palabras a la emblemática imagen de José Almeida, que muestra cuatro canoas pescadoras navegando con el Fonavi del Centenario de fondo, en plena ciudad.
“Camalotes patéticos/por encima de latas/por encima de vidrios/por encima del silencio”, los primeros versos. Vallejos y Almeida, artistas verdaderos los dos, en obra, con su aporte de agua para la mezcla que rellenaría los cimientos de la construcción que hoy se sigue levantando.
Son apenas ejemplos, por fortuna entre muchos, del aporte -al menos como intención, como posibilidad- de quienes han sido testigos de un desastre y sintieron luego la obligación ética de brindar testimonio.
Allí puede visitarse la vieja disquisición acerca de la utilidad del arte. Otra vez sin la certeza, que suele ser veloz, suena adecuado dejar que cada escritor, cada cineasta, cada reportero, resuelva sus cuitas como mejor le parezca. Sin tomar partido, sin ideología, lo que sea. Pero larga evidencia permite afirmar que el arte utiliza lenguajes que lo torna irremplazable para despertar la emoción que fija un hecho a la memoria. Y así construye Memoria. ¿O acaso hay una forma mejor de contarles lo que sucedió a quienes nacieron después de 2003?
Aquí, por si hiciera falta, es bueno aclarar que en cierto sentido un cuento o una película son apenas un portal, una obra, si se quiere, incompleta. No funcionan como un arma infalible que tiñe de consciencia a todo aquel que alcanza. No tienen por qué. Pero son destellos en medio de la opacidad de algunas épocas, como la actual, que si algo causan es agobio en vidas reales, épocas en las que vivir cuesta más de lo que uno a veces se atreve a admitir. Lo mismo que en 2003.
Armar una nube de palabras de la inundación y de los años que siguieron es, en ese sentido, un ejercicio interesante. Cada quien tendrá la suya. Una posible encierra las siguientes: Santa Fe. Pobreza. Río Salado. Abril, mayo y junio. Desidia. Muerte. Desprotección. Solidaridad. Impunidad. Lucha. Memoria. ¿Cuál debería prevalecer? Depende. ¿Pueden agregarse literatura, cine, teatro? Ojalá.
Un hombre vuelve de cartonear y se tira a descansar, sin saber que en pocas horas su pieza se inundará y todo terminará para él. ¿Está en la nube de palabras? Sí, es la muerte, y es un cuento.
Una estudiante universitaria pasa tres noches en vela porque se resiste a abandonar el que, cree, es su puesto de lucha: la asistencia a los damnificados por la inundación. Es la solidaridad, y está en las crónicas periodísticas de aquellos días.
Un funcionario, entre vino y vino, reflexiona sobre el poder y repasa el momento en que su jefe le ordenó no evacuar los barrios, cuando la inundación era inminente. Eso fue desidia, impunidad, muerte, y había que contarlo.
¿Es suficiente, fue suficiente? No, fue un aporte. Mínimo si se lo compara con el de las personas de a pie que sostuvieron las grandes luchas que se libraron en estos años. En terrenos adversos, como los tribunales, o en otros más receptivos, como la plaza, las aulas, los sindicatos. Nombrar unos sería no hacerlo con cientos, lo que representaría una injusticia. Pero con una ligera licencia retórica, es posible mencionar a personas que inspiraron a muchos. En la experiencia del cronista, antes que en la del escritor, no pueden omitirse los nombres de criollos quijotes, o quijotesas. Graciela García, María Claudia Albornoz, Jorge Castro, Milagros Demiryi. La razón es peregrina: sin ellos, al menos, no hubiese existido un libro como En el oeste, ni una obra de teatro como Derivas de la inundación. Ellos fueron, respecto del Salado, símbolos. Como, en otra dimensión, lo son los pañuelos blancos que, aún en tiempos difíciles, posibilitan que millones se sigan adueñando de las calles y de las plazas cada 24 de Marzo.
Sin embargo, debe quedar constancia de que la pretensión de un creador, sea una directora de teatro, un camarógrafo o un periodista, no es sentarse a la misma mesa de los grandes hacedores, sino inventar un camino que los refleje con fidelidad o con destreza. Desde la persuasión sensorial de los cuerpos y de las voces sobre las tablas, pasando por la impresión de realidad del documental, hasta el esfuerzo intelectual que propone la literatura. Mentir impunemente con la verdad, decía el narrador gualeyo Juan José Manauta, o quizás a través de una variante posible: decir la más pura verdad a través de la ficción. Cualquier esfuerzo, por pequeño que sea, contribuirá a la construcción de la gran cosa que es la Memoria.
Se suele decir que para escribir sobre cuestiones vitales es aconsejable dejar pasar el tiempo, propiciar que las horas funcionen como un tamiz que separe las partículas importantes de las accesorias, pero un repaso a vuelo de pájaro deja ver que de las mejores obras que se han concebido acerca de la inundación, muchas apelaron, en la urgencia, a la piedad -por las víctimas, por uno mismo- y al asco, por responsables que nunca llegaron a ser culpables. También a la emoción, que provocaron tantos voluntarios en base a la sensibilidad que requiere toda solidaridad.
La Memoria, entonces, puede ser en ocasiones imperiosa en la creación, pero siempre profunda en la práctica. Allí, el aporte de la literatura o de cualquier manifestación artística debería ser, al menos desde el propósito, que exista un nudo en la garganta y unas tripas revueltas cuando de la inundación se trate. Piedad y asco. Una mínima contribución para que la Memoria sea, de una vez por todas, un antídoto contra la impunidad.
Porque volviendo a la nube de palabras de la inundación, en ese círculo, en buena medida, se alza la impunidad. Dicho a lengua suelta, si la inundación fue, entre otras cosas, impunidad, la inundación puede volver a suceder. De hecho, está sucediendo.









