Mariana Mosset dirigió la puesta "Derivas sobre la inundación", después de volver de Buenos Aires y de dirigir su curiosidad a la literatura regional. Aquí, una reflexión sobre la memoria como encuentro y reencuentro con lo propio y lo colectivo.
Como maestra de actores del taller del teatro “El cuadro en movimiento”, en el año 2024 decidí proponer como material de estudio libros de escritores litoraleños y/o aledaños; sentí la necesidad de crear con y desde nuestro paisaje; nuestra identidad: el río, el monte, nuestras danzas. La belleza y bestialidad de nuestra tierra. Historias de campo, oscuridad y aparecidos.
Dejar los autores europeos, tan remanidos en las clases de teatro descansar por un rato, era mi consigna para ese año.
Poco conocía y conozco aún sobre escritores de estos lares. Lectora ávida desde pequeña; el porteñocentrismo no escapó a la curiosidad por los libros y así Arlt se impuso a Mateo Booz. Sin embargo, al volver de la capital a mi tierra natal después de 12 años, “Santa Fe, mi país” volvió a encontrarme.
Hice nuevos amigos y entonces llegó “En el Oeste”, libro de Germán Ulrich, relatos que cuentan desde distintas voces la inundación ocurrida en Santa Fe en abril del año 2003. La primera vez lo leí pensé que esas historias podían llevarse a escena.
La curiosidad por saber y conocer más sobre autores de nuestra localidad o cercanos en paisaje. Fue el motor para lo que después se convirtió en el montaje teatral de “Derivas sobre la inundación”.
Darme cuenta que sabía más de escritores porteños y extranjeros que los que escribían y contaban mi propio origen fue el aguijón que disparó el deseo. Deseo de encontrarme acá, de sentirme de acá y no tan “sapo de otro pozo”. Siempre desubicada de toda tierra.
Primero fue la atmósfera del litoral, sus colores y sonidos. Los libros elegidos para ese año de taller fueron: “Las bestias” de Vicky García, “El tiempo que lleve olvidar” de Mercede Bisordi, “Santa Fe, mi país” de Mateo Booz, “En el Oeste” de Germán Ulrich y algunos poemas de Beatriz Vallejos.
De allí partimos, pero con el paisaje, sus colores y sonidos vino el agua también. La presencia inevitable del río y el río trajo memorias. Memorias colectivas de inundaciones remotas y más cercanas.
Nos rodea el agua, nuestras danzas tienen la forma y el ritmo de las aguas sujetando, bordeando la tierra.
2003 fue el año de una de las inundaciones más terribles que sufrimos en esta ciudad. Y 2003, también fue el año en el que partí hacia Buenos Aires, un año después del inicio de la inundación.
Por esos años yo solía pasar el tiempo en un Centro Cultural Independiente: “El portón”, querido refugios de punkis, hippies y artistas emergentes de toda laya; donde nos poníamos a prueba, desafiamos el tiempo y encontramos en la creación el hambre y la fuerza para hacerle frente a un presente devastado después de la plástica alegría de los años ´90 en los que crecimos, y el hastío y la bronca de la crisis del 2001 en la que sobrevivimos desorientados y apasionados. Hoy más de veinte años después, la repetición de la historia nos arrincona perplejos. Testigos impotentes de una crónica que no pudimos ni supimos aprender. Pero más cruel, individualista y carroñera.
Ya sin centros culturales donde encender fuegos y arder la memoria. Caminantes de una ciudad más rota, más sucia y menos diversa.
Sé que caigo en las garras de la nostalgia al escribir estas líneas. En la trampa de “todo tiempo pasado fue mejor”; entonces la memoria son las voces, los gestos, las miradas y las manos que se enlazan en el recuerdo.
En un mundo cada vez más parecido al “Fahrenheit 451” de Bradbury, ¿habrá que huir a los márgenes de la ciudad para preservar y ejercitar la memoria a través de libros, palabras, relatos que nos empecinemos en contar, en contarnos para no olvidar, para no olvidarnos.
Tal vez esos márgenes, esa ciudad que construye memoria sea el teatro. Inextinguible. La fuerza de esos cuerpos invocando otros mundos posibles que son los actores actuando en trance, cruzando a la “otra orilla” para no ahogarnos en este presente superficial, escurridizo, tan de pedido ya. Tan de soltar y avanzar, olvidando la importancia y valor de la huella, de la persistencia, de la historia que nos hace.
El teatro como trinchera y el escenario como espacio posible para hacer justicia. Una justicia más poética, pero no por eso menos valiente, menos real.
Ante la injusticia y crueldad de quienes pudieron evitar la catástrofe y quedaron impunes; la escena es territorio de resistencia, de identidad colectiva.
Seguir encontrándonos y mantener vivo este relato es urgente. Como lo es volver a sostenerlos en comunidad.
Nadie se salva solo.