En un mundo donde el orden legal parece desvanecerse, la detención y proscripción de Cristina Fernández de Kirchner obliga a pensar: ¿por qué ahora? ¿Qué se está queriendo domesticar? ¿Cuál es el valor de la ley para el campo popular y por qué es un eje de disputa?

El ataque israelí a Irán nos hace saber que Gaza es solo una localización geográfica. Que el terrorismo de un Estado que ni siquiera declaró la guerra es una práctica política en expansión y no tiene límite alguno. ¿La diplomacia? Una actividad inconducente. La acción directa, en cambio, ofrece otras oportunidades. Observemos si esto solo sucede en Medio Oriente. ¿Los acuerdos internacionales sobreviven? Donald Trump nos hizo saber que el NAFTA (North American Free Trade Agreement), vigente desde 1994, depende apenas de su oscilante decisión. Haber nacido en los Estados Unidos tampoco supone, Trump mediante, la ciudadanía automática. Y el derecho a la protesta, en Los Ángeles, ni siquiera puede ser garantizado por el gobernador del Estado: 700 marines tienen una interpretación más afiatada de la ley vigente. El estado de derecho existe en los textos de los comentaristas jurídicos de la Universidad de Harvard, siempre que no sean antisemitas. Y antisemita es quien ose aseverar que la política israelí en curso contiene algún elemento genocida.

No importa lo que diga la Corte de La Haya. Esta es la legalidad internacional vigente.

En este contexto mundial, Cristina Fernández de Kirchner resultó condenada por los tres Supremos, dos de los cuales fueron nombrados por decreto de Mauricio Macri y convalidados abrumadoramente, más tarde, por un Senado donde el peronismo dispuso y todavía dispone de mayoría. Antes, los senadores les consultaron si aceptaban ser nombrados de esa manera. Los abogados Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti dijeron que de ninguna manera pensaban aceptar ese inicuo nombramiento, que solo la decisión del Senado contaba. De modo que por tanto apego al orden constitucional no quedaba otra que nombrarlos. Y los nombraron.

Bastó que luego Javier Milei nombrara a otros dos (Ariel Lijo y Manuel García Mansilla) con el mismo método, para ver a la Corte repetir otra versión del mismo numerito. Esta vez, fue la Corte la que le tomó juramento a García Mansilla, pese al modo irregular del nombramiento y pese a que dos de ellos mismos habían dicho alguna vez que nunca iban a aceptar para sí ese mecanismo inconstitucional. Ahora el Senado rechazó, a su vez, lo que antes había aceptado, y el Supremo García Mansilla, que también había proclamado que no iba a aceptar el mecanismo inconstitucional, aceptó jurar hasta que tuvo que renunciar.

Esto sucede mientras el salario real de la sociedad argentina se derrite sobre la parrilla de la inflación en dólares, los jubilados son apaleados con cronométrica exactitud los miércoles a la tardecita, los militantes sindicales que no bajan las manos soportan apriete tras apriete y si tienen una comprensión rebelde, se les arma una causa judicial para que entiendan la legislación vigente.

Este es el estado del derecho practicado, y en este marco Cristina Fernández resulto juzgada y condenada. Una observación elemental permite constatar que las “pruebas” del expediente no existen, que es la opinión de los jueces el único fundamento para la condena. Y en Argentina es legal que la sospecha de un juez genere una investigación, pero esa investigación no se realizó y se impidió que dieran testimonio los distintos involucrados en la decisión de otorgar la obra pública a Lázaro Báez, como propuso la defensa. El dictamen se debería haber basado, además de en la opinión de los jueces, en pruebas que en verdad en el expediente son inexistentes. Dicho de un tirón: hay que ser peligrosamente ingenuo para creer que se está discutiendo sobre la inocencia o la culpabilidad de la ex presidenta, punto sobre el que no me expido, porque como no soy un Juez ungido por decretos, prefiero no basarme exclusivamente en mis opiniones.

La sentencia contra Cristina Fernández de Kirchner no puede sorprender, salvo a los que han decidido militantemente (esto es, con un enorme esfuerzo de su parte) sorprenderse. La pregunta cae de maduro: ¿por qué una sentencia redactada antes de comenzar el juicio se aplica ahora? La respuesta es simple: porque ahora pueden. O al menos eso creen, tanto los Supremos como las fuerzas del poder fáctico que impulsaron la condena.

En realidad, la sentencia contra Cristina Fernández hace saber a todos los integrantes de la casta una sola cosa: no hay ninguna garantía “legal” para ellos, si no aceptan a rajatabla el programa del partido del Estado. Que todo intento de “interpretarlo” sin permiso explícito del poder real equivale a traición. Y como Roma no paga traidores, hasta la sal y el agua puede serles negada. Ni que hablar si se trata de una mujer. En el terreno del programa del partido del Estado, un partido de gobierno solo puede improvisar a lo Milei: en defensa del capital, contra los trabajadores.

Los intérpretes presuntamente radicalizados de la verdad judicial en boga explican que el capitalismo presupone intrínsecamente la corrupción: los dirigentes burgueses no pueden no ser corruptos, la política real así lo impone; por tanto, todo político resultaría jurídicamente condenable en el capitalismo. O sea, todos son culpables y condenables a priori. Esto tiene apenas la música de un argumento.

Los intérpretes radicalizados olvidan un pequeño detalle: burguesa o no, la existencia de la ley escrita es una victoria popular. En la polis griega, el augur expresaba la voluntad de los dioses, que no estaba sometida a debate alguno. La ley escrita estabiliza hasta un cierto punto el conflicto social, el enfrentamiento de las clases sociales admite una regulación “pacífica”. Actuar como si estas conquistas no existieran no remite al realismo, sino a la bancarrota política, a la incapacidad manifiesta para torcer el rumbo de cualquier enfrentamiento. ¿Acaso en todo enfrentamiento legal con el Estado tiene que vencer siempre el Estado? ¿Nunca jamás un tribunal burgués falla a favor de un obrero? Afirmar que las cosas son automáticamente así supone la renuncia radical a la acción, en nombre del realismo… socialista.

Quienes justifican la presunta corrupción de Cristina de este modo, abandonan la lucha por la interpretación de la ley, que por cierto forma parte de la lucha de clases. Y permiten que esa interpretación quede exclusivamente a cargo de la judicatura. Sin embargo, algunos de estos radicalizados se presentan hoy, acá, ahora, a elecciones. ¿Y qué son las elecciones, sino el instrumento con que el bloque de clases dominantes determina cuál sector de la burguesía protege e instrumenta mejor sus intereses, en detrimento del resto? Todos los aspirantes a formar parte de algún estamento del partido de gobierno legitiman con su participación el orden político existente. En el argumento “todos los políticos en el capitalismo se ven obligados a la corrupción, Cristina es una política en el capitalismo, Cristina se ve obligada etc.”, el presunto radicalismo interpretativo no es más que el ropaje habitual del gorilismo clásico. En el caso del desprecio a la lucha por la interpretación de la ley, se encubre una socialdemocracia vacía, una política electoral que, como está siendo tendencia en Argentina, ya ni siquiera tiene gente dispuesta a avalarla con votos.

Retomemos con paciencia el problema. Dirigentes políticos del mismo rango que Cristina Fernández fueron juzgados (Carlos Saúl Menem, Fernando de la Rua) y más allá de las peripecias personales, ninguno marchó preso. Y sobraban las pruebas. Bueno, la excepción única sería María Julia Alsogaray, pero era mujer, claro. Esto prueba la enorme honradez de nuestra casta.

Conviene entender que la legalidad burguesa supone una interpretación posible de los hechos jurídicamente probados en una causa. El estado de derecho nunca es mucho más que una tensa negociación entre el derecho fechado del Estado a punir un determinado comportamiento, y la capacidad popular de resistir esa punición. Para un liberal, las garantías jurídicas operan per se; como yo confieso abiertamente que no soy un liberal, admito que esas garantías son un terreno en disputa. La disputa por la legalidad vigente forma parte de la recomposición del campo popular y solo el rearme político del campo popular permite la ampliación de la legalidad vigente. Es una banda de ida y de vuelta. Conviene subrayar que el gobierno de Milei expresa la tendencia opuesta: la reducción del Estado de Derecho, algo contra lo cual parece que los sectores populares y sus direcciones políticas son incapaces de pelear.

Estoy tratando de dar herramientas para que libremos la batalla sobre las formas de aplicar la ley. Esa debe ser nuestra discusión de fondo. Hay dos modelos de defenderse en un juicio: el de connivencia y el de ruptura. En el primer caso, el acusado admite que se está en presencia de un delito, pero como no lo cometió, es inocente. En el segundo, sostiene que lo cometió pero que no se trata de un delito. Desde su balcón el barrio de Constitución, rodeada de militancia y apoyo popular, Cristina hizo afirmaciones que se corresponden con un juicio de ruptura. Sin embargo, su defensa jurídica fue simplemente de connivencia.

Derrotada por la juridicidad vigente, ahora le resta disputar con otros instrumentos. Ahora la discusión podría resolverse mediante el uso de la fuerza política, fuera del hemiciclo parlamentario. La capacidad de impedir la ejecución de la sentencia, la posibilidad del campo popular, el realmente castigado, por resistirla exitosamente, es la que decide. Perder de vista las formas, abandonar la lucha por la interpretación de la ley, supone un grado de derrota conceptual irremontable.

Y este es el punto: o Cristina se transforma en un símbolo de enfrentamiento, en delimitación y reagrupamiento de las fuerzas dinámicas contra el orden político existente, o los tres Supremos, junto a los poderes fácticos, son quienes evaluaron correctamente el problema y dictaron esta sentencia porque saben que son perfectamente capaces de que se lleve a cabo. Esta es la discusión.

La defensa irrestricta en la calle de derechos conquistados permite poner límite al avance antiobrero, antipopular y antinacional del capital globalizado, defendido por sus esbirros locales. En esa cancha se juega esta batalla de la lucha de clases. Dicho de otro modo: en la capacidad por determinar qué es delito y qué decidimos de este lado de la cancha que sea legal se resuelve la pulseada político-cultural del campo popular.

Un solo comentario

  1. Gracias por las reflexiones profesor. De los pocos que a la hora de hablar del capital globalizado recomienda libros e investigaciones (Arriazu, por ejemplo). Después esta en nosotros, como militantes, tomar estas armas y hacer algo.

    Duele ver como muchos de nuestros dirigentes tartamudean a la hora de responder quiénes son aquellos que forman el capital concentrado y a los cuales Cristina hace responsable de la embestida.

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