...“el problema es que te creo”, dice aquella canción de Arjona que por algún extraño motivo muchos de nosotros guardamos en nuestra memoria. Quizás porque fue cortina musical de alguna telenovela que Telefe emitió durante años. Quizás porque, algunos sospechamos, Arjona es un agente encubierto de la CIA que vino a degradar la calidad musical de América Latina para descomponer ese magnífico elemento y herramienta de expresión política que los latinos teníamos. De cualquier manera, expresa sintéticamente lo que sentí al terminar de ver la serie del expresidente Carlos Saúl. El problema no es la serie. No lo es, al menos, como serie, como producto audiovisual.
Es entretenida. Es como comer pororó. En el momento te clavas uno atrás del otro hasta que después te das cuenta que estás hinchada como panchito en agua y que por este motivo es que no comes pororó. Que ya no tenés 12 años y no podés mezclar pororó con jugo mijú de frutas tropicales sin tener consecuencias nefastas. Que probablemente te va a doler la panza por los próximos 8 días. Que vas a tener que terminar sacándote un turno con el gastroenterólogo. Que no hay forma de que comer sostenidamente durante horas y horas y horas pororó no vaya a hacerte algún tipo de daño en el colon. Pero en el momento... ¡Ah! ¡Qué placentero! En el momento todo es serotonina. Flashes. Una fiesta que después hay que pagar carísima y vendiendo todas las empresas estatales. Pero una fiesta en fin.
Volviendo al tema, he leído críticas muy disímiles a la serie que Amazon Prime produjo, protagonizada por Leonardo Sbaraglia, Griselda Siciliani, Juan Minujín, entre otros, y con Ariel Winograd a la cabeza del equipo creativo, ese que el año pasado nos trajo, entre otras cosas, por ejemplo, la serie sobre la vida de Coppola. En un principio diría que la mayoría de las personas que se sintió desilusionada por el producto había puesto cierta expectativa en que éste sirviera como una suerte de material didáctico o educativo, quizás inclusive como una expresión panfletaria de desagrado por lo que fue el gobierno del dos veces elegido presidente de la Nación.
Es un signo total de época que le estemos pidiendo a una serie, una película, que tenga las conversaciones difíciles, incómodas, que no queremos tener. Esas conversaciones sobre salud sexual y reproductiva, sobre salud mental, sobre política, sobre incluso nuestra historia reciente. Es un disparate, es un sinsentido, delegarle esa responsabilidad. Sobre todo cuando hemos dicho hasta el hartazgo que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla. Repetimos y repetimos la consigna sin hacernos cargo de la parte que nos toca. Y esto se vuelve problemático, sobre todo, cuando esa historia se repite cada vez con más celeridad.
Hace tiempo que dejé de esperar que la televisión nos enseñe algo, y voy a usar “la televisión” como una expresión que excede las propuestas que hoy circulan por las plataformas de streaming. Hablo también de los canales de streaming, de los noticieros, los programas de reality show, hablo inclusive de esas cosas que no están en la televisión pero sí en la pantalla. Las redes sociales, por ejemplo, Twitter, Facebook, Instagram, TikTok, son el aparato de difusión más potente y manipulable que tenemos. A todos ellos le hemos delegado la capacidad de enseñarnos, de nutrirnos, de esculpirnos el sentido común. La vieja “caja boba” ahora viene en mil tamaños, y es un mix de la Encarta, los viejos manuales de uso y los programas de Doña Petrona. De ahí es que surgen la cantidad de tutoriales de YouTube que nos enseñan a hacer desde un escabeche de berenjenas hasta cambiar el cuerito de la canilla o aprender a aterrizar un avión Boeing 747 en caso de emergencia. Hay algo ahí que también es signo de una época: no es que hayamos perdido el interés o la curiosidad. Es una de las pocas cualidades total y completamente humanas que probablemente nos quedan a todos por igual. Lo que hemos perdido, me parece, es el diálogo. Es ese el lugar en donde una serie como Menem ingresa.
Entre los incontables comentarios que leí en redes sociales y las charlas que he tenido con amigos y amigas que no recuerdan el menemismo porque o no habían nacido o eran muy chicos para recordarlo hay uno que parece aparecer con mucha periodicidad: el que surge de la incredulidad. Crear una serie que se centra en la figura de Menem, pero que también habla acerca de ese universo que gravitaba a su alrededor usando personajes ficticios, es una formidable estrategia para sintetizar de alguna manera un clima de época que es difícil de traducir para quienes no lo vivieron. La serie, además, coquetea con la idea de que todo hombre, por muy bueno que sea, por muy pocas pretensiones políticas que tenga, puede llegar a corromperse si se acerca demasiado al poder. Ese es en definitiva el rol que cumple el personaje de Minujín: un fotógrafo que comienza sin querer trabajar para el por entonces gobernador y termina aceptando que le paguen en plata en negro en la mano o que le coloquen a su esposa una boutique en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires a todo culo sin preguntar de dónde vienen esos fondos. Eso es lo más verosímil de toda la serie para quien lo mira desde afuera y no puede, sobre todo si lo analiza con los parámetros de hoy en día, creer que el presidente andaba en Ferrari o que en el mismo momento en que le mataban al hijo pudiera seguir pensando en su reelección. Es decir, de todas las cosas que la serie muestra son las cosas ordinarias las que nos llaman la atención, porque las extraordinarias, para quienes no tienen una memoria de ese momento, resultan total y completamente inverosímiles.
Pero seguido este comentario común, casi generacional, de no haber podido creer muchas cosas que se vieron en la serie, venía otro que es el que a mí particularmente me preocupa: la mayoría de ellos y de ellas habían ido a googlear qué era lo que había sucedido en esa época y si era cierto, por ejemplo, que el presidente tenía muchas amantes aún sin haberse separado, o que Seineldin había realizado un alzamiento pretendiendo tomar la Casa Rosada. Claro que para ellos, no solamente que el nombre de Seineldin era uno que quizás habían visto como mucho escrito en alguna pared, en un gráfico viejo. No sólo estaba la duda, que es siempre válida, sino que después de la duda aparecía el vacío.
Ahí es donde la serie no puede entrar. El problema de nuestro tiempo, creo yo, es que no existe más el diálogo generacional. No hay una charla, un lugar de encuentro que le permita a las generaciones más jóvenes y a las más viejas dialogar de estos temas en términos que más o menos todos podamos entender. No estoy hablando siquiera del sistema educativo, del que conozco poco y nada como para juzgarlo. Pasé por una escuela secundaria por última vez hace casi 20 años y no tengo idea si todavía se siguen dando más o menos conceptos que los que yo aprendí en términos de historia, de política, de economía.
Particularmente había un comentario en redes sociales, en Twitter, que me llamó mucho la atención. Una chica que decía haber visto tres capítulos de la serie y que la sacó porque en ningún momento contaban, y cito casi textual, “la historia de cómo su tío se quitó la vida cuando fue despedido por el cierre de Ferrocarriles Argentinos”. Ese tuit encerraba una historia valiosísima, tan valiosa como todas las que cuenta la serie. Una serie que no pretende contar esa historia. Winograd no quiere ser Pino Solanas. Ni siquiera quiere ser el director de Nuevas Reinas o de Plata Quemada. Entiendo la frustración y el dolor de la compañera. Entiendo porque puedo empatizar profundamente con la necesidad de sentir que eso que estás viendo en la tele por lo que se gastaron millones de dólares no es una romantización de uno de los personajes más nefastos de la historia argentina reciente. Sobre todo cuando esa historia argentina te golpeó tan de cerca. Pero ahí, es donde digo yo, es que está faltando un nexo.
No tiene Winograd contarte que tu tío se suicidó porque el Ferrocarril Argentino cerró y lo dejó en la calle. O que quizás tu abuela perdió todos los dientes y tuvo que vivir durante décadas sin ellos porque no tenía ningún tipo de cobertura de salud. Que la jubilación de tu vecino no alcanzaba ni para comprar dos kilos de milanesa. O que en este país había cantidad de millones de chicos que se iban a dormir con hambre mientras que otros tantos viajaban a Disney tres o cuatro veces por año. No pretende Winograd contarte eso. No quiere hacerlo. Podemos reprocharle más o menos lo que recorta en su serie pero es su recorte. El nuestro, el que hacemos en esa mixtura entre lo que pasa en el devenir histórico de un país y lo que nos pasa a nosotros en nuestra historia de cercanía, es también un recorte. El problema es que estas nuevas generaciones no tienen muy en claro qué pasó con esa historia de cercanía.
La moraleja de la serie de Carlos Saúl, al menos para mí, termina estando en lo que cosecha más que en lo que siembra. Para mantenerme en el terreno de esta metáfora, en la tierra fértil del silencio cualquier cosa que cae, crece. No podemos exigirle a Winograd que se siente en cada una de las mesas de este país a tener las conversaciones que hay que tener. No podemos pedirle a Sbaraglia que se siente en las fábricas, en los lugares de trabajo, en las escuelas, en las universidades. Sé que vivimos en un momento de profunda desazón y que le estamos exigiendo todo el tiempo a aquellos que logran tener cierta notoriedad que ocupen el lugar en el que están con quizás demasiadas responsabilidades. Por eso estamos exigiéndoles a los artistas que digan lo que nosotros queremos escuchar. A los jugadores de fútbol que se pronuncien o a las series de la tele que eduquen a nuestros jóvenes, que les cuenten lo horrible que puede llegar a ser la vida en el neoliberalismo, lo cruel que es la desigualdad. Lo doloroso que puede llegar a ser que mientras muchos festejan, otros vivan en la exclusión, con hambre, sin tener literalmente donde caerse muertos.
Vale la pena preguntarse, a fin de cuentas, si puede defraudarte alguien que nunca pidió que lo sigas. Si, como ha dicho Arjona, el problema que persiste no es el daño… el problema son las huellas.








