El guitarrista santafesino Leo Moscovich falleció este miércoles a los 52 años. El fundador de La Cruda deja un legado combinando la música y el tatuaje en una obra que dejó huella en la escena local.
Hace algunos años, no tantos, cuando alguien quería sacar un tema en la guitarra tenía pocas opciones: o preguntarle a algún conocido que lo supiera tocar, o pegar la oreja al parlante e ir probando. Este ejercicio lo hacía prácticamente a diario Leo Moscovich con su amigo de barrio Guadalupe Martín Zaragozi, encerrados en la pieza de alguno de los dos y gastando discos prestados de Black Sabbath y Metallica. Desde esos días –y casi hasta el final– siempre se subieron juntos al escenario: Leo en guitarra y Zaraga en bajo, formando parte de Alcohólica, Mad, La Cruda, Mambonegro y hasta de Carneviva. Ese tándem de cuerdas, de hermanos, Leo y Zaraga, ya es icónico hace rato y su aura no hará más que crecer.
Con los años, Leo extendió su creatividad del escenario a la piel. Empezó con el duendecito para un amigo, un Manolito de Mafalda y una tortuguita para la familia, y creció hasta que en 2003 abrió su propio local, 1973 Tattoo Studio. Ya desde 1996 venía aprendiendo el oficio de tatuador a puro pulmón: primero garabateando millones de dibujos en papel y después animándose a la aguja. Eran épocas sin YouTube ni tutoriales online, en las que “los que hace tiempo que estamos tatuando acá en Santa Fe nos hicimos a los golpes, prueba y error... No fue fácil, pero estuvo buenísimo también, porque el desconocimiento y la curiosidad te llevan a insistir hasta construir un estilo”.
Para él, la música y el dibujo iban de la mano en ese proceso creativo: “Con la música me pasa casi igual que con el dibujo, agarro la guitarra (o el lápiz)... y voy puliendo”, explicó entonces, trazando un paralelismo entre componer un tema y diseñar un tatuaje. Por sobre todo, le fascinaba tatuar sus propios diseños –que alguien viniera y le dijera “haceme eso”–, aunque cualquier idea, por más flashera que fuera, era bienvenida en su camilla.
A pesar de haberse convertido en uno de los tatuadores más reconocidos de Santa Fe por su estilo personal, Leo siempre fue modesto, de perfil bajo como el tiro de sus chupines negros. Alejado de toda jactancia, veía su arte como un oficio y a sí mismo simplemente como “un laburante”. Militante de sus pasiones, nunca dejó que lo frenaran las circunstancias: jamás sacó la pata del acelerador, ni cuando la fuerza se le estaba yendo.
Incluso después de jornadas maratónicas en el estudio (a veces de hasta doce horas tatuando), tras la cena familiar todavía se hacía un rato “para tomar un trago y dibujar algo más, sólo por placer, para relajarme”, contaba incansable, acariciando distraídamente los tatuajes de su propio brazo durante esa nota que le hicimos atrás de la puerta 45 de la Galería Saguir, uno de los lugares donde hizo su arte sobre la piel.
Ayer ese impulso creador de Leo Moscovich tuvo que parar. El miércoles 16 de julio, a los 52 años, se fue un tipo querido, que vivió de lo que lo apasionaba y dejó una marca imborrable en la piel santafesina.




