De Santa Fe a Europa, la boxeadora Naila Peloso nos cuenta su historia desde sus inicios, a los 13 años, en el gimnasio Thunderbox. Las dificultades de la vida, las injusticias contra las pugilistas y la oportunidad que se le abrió en Inglaterra.
La santafesina Naila Peloso ganó su primera pelea profesional el 7 de junio pasado en Bolton, Inglaterra, tras 13 combates y dos años como boxeadora de primera. La tarjeta, 40-37 a su favor, dio cuenta del trámite parejo del combate y terminó haciendo justicia pese a su escepticismo: ¿cuántas veces había hecho el mérito suficiente pero un fallo localista le terminaría bajando la mano? Tenía la memoria fresca de lo sucedido hacía solo 15 días en su debut en tierras extranjeras, a los pocos días de mudarse al Reino Unido en busca de un futuro estable.
El anuncio la encontró pensando en su hijo, de seis años, por el que hacía solo unas horas volvía a convencerse de que debía volverse a su casa, de que no podía, de que todo esto era demasiado. Fue una idea que la acompañó durante semanas como una sombra y a la que casi le hace caso. Ni el exigente doble turno de entrenamiento la pudo despejar de esa angustia propia de los primeros días (meses) de quien hace sus valijas y parte hacia el cumplimiento de un ideal. Pero como en otros momentos de su vida, Naila hizo de tripas corazón y se subió al ring para demostrarse a sí misma de lo que era capaz, bajo la absoluta certeza de que "los tiempos de Dios son perfectos".
Al escuchar su nombre en el veredicto, los sentidos cedieron y el cuerpo cayó bajo el peso de los recuerdos que aún quemaban pero que ahora se presentaban bajo un barniz distinto: el de la meta cumplida. Sentada sobre el cuadrilátero, saboreó el momento mientras sus ojos se despachaban a viva lágrima. Fueron dieciséis segundos de gloria antes de retomar la compostura para felicitar a su rival y saludar al público.
Acababa de suceder aquello que tanto soñó y por lo que trabajaba desde hacía media vida.
Una crece como puede
Naila Peloso se acercó por primera vez a un gimnasio a los 13 años por iniciativa de su padre, un vecino de barrio Cabal que trabajaba en la concesionaria Scania ubicada frente al cementerio local. A ella, por entonces una niña a la que todo lo importante parecía escurrirse entre los dedos, el recién inaugurado Thunderbox la abrazaría desde el comienzo. La práctica de un deporte le brindó un refugio contra las angustias que solía sobrellevar con algún que otro consumo problemático; también para canalizar el gusto por pelear con sus compañeras de la escuela Centenario de Bolivia.
De aquellos primeros años Naila atesora los momentos junto a su padre: en el gimnasio cuando se hacía un tiempito para ir a guantear con los pupilos o en los festivales cuando ponía el auto para acompañarlas. Marcelo Ramón Peloso representó desde sus seis años esa invaluable persona que decidía hacerse cargo de su crianza ante la ausencia de su familia biológica, una pareja casual de la que fue hija única, más allá de los cuatro “hermanitos” que le llegaron por parte de su madre. Marcelo en realidad era su tío, pero jamás lo vio como tal.
—Fue boxeador en una época en que era muy pobre y no tenía ni siquiera para las zapatillas. Por eso me apoyó un montón. Quería que yo tuviera todo. Me decía: “yo tuve que trabajar, pero me encantaba el gimnasio” —evoca Naila y sonríe al recordar esa "bolsa viejita” que colgaba en el patio de su casa y con la que hizo sus primeras armas.
Desde entonces se enganchó con el boxeo y no lo hizo nada mal. Debutó en el amateur con 16 años y para los 17 ya contaba con un título de la Ambapa, asociación que reúne a managers y entrenadores argentinos. Luego ganaría el torneo interprovincial y tendría su chance de oro en la instancia nacional, donde quedaría segunda.
Sin embargo este último torneo se le presenta a Naila como flotando en una nube de la que terminó cayendo trágicamente. Fue al subirse al ring, mirar a su esquina y ver que no estaba cuando comprendió que su padre se había suicidado hacía solo una semana. “Al principio estuve en shock pero no me sentía mal. Decidí ir igual al nacional y ahí me quebré. Me ganó la cabeza y me fui un día antes de la premiación. No quise recibir la medalla”, reconstruye sin dejar de señalar el respaldo del padre de Daiana Ortiz, boxeadora sanlorencina con la que compitió en el amateur y pelearía en dos ocasiones en el profesional: "Ella fue mi rival pero abajo del cuadrilátero me acompañó mucho. Es lo lindo del boxeo", resalta mientras piensa en las amigas que cosechó a puro beef en redes sociales y tortas sobre el ring.
El torneo de la Ambapa fue la única faja que Naila consiguió bajo la dirección técnica de Daniel Alonso, con quien entrenó “un tiempito” y a quien le regaló el cinturón obtenido a modo de agradecimiento. Ella siente, en cambio, que no le alcanzará la vida para agradecerle a Diógenes "Totino" Caunedo, profe de toda su vida en el gimnasio Thunderbox y que estuvo a su lado en momentos de alegría y de soledad.
—Totino sabe mi vida, mis problemas y se da cuenta de cuando estoy bien o mal. Es un segundo padre para mí. Siempre me alentó a seguir con el boxeo, incluso cuando pensé que se terminaba por mi embarazo. “Soy mamá y no voy a poder”, le decía, y él me alentaba y cuidaba al nene. Lo tenía a upa mientras daba clases. Mis compañeros también lo adoptaron, así que mi hijo siempre anduvo por todo el gimnasio.
También le dio trabajo: —Llegué a ser profe porque él me lo ofreció y al principio yo me preguntaba: "¿Qué hago con una clase?". Pero la verdad es que me dí bien. Tengo carisma para los chicos y se sintieron cómodos.
Arrancó con reemplazos los viernes por la tarde o cuando Totino tenía que viajar para acompañar a sus boxeadores. Luego consiguió turno fijo y daba clases toda la semana.
—Para mí significó un montón —cuenta—. Aprendí mucho sobre cómo es la gente, que no todos tenemos el mismo cuerpo y cómo tratar a chicos con discapacidad y autismo. También que no todos piensan igual ni tienen la misma forma de reaccionar... aprendí a tratar a la gente y a ver más allá del blanco y negro.
El gimnasio Thunderbox queda sobre avenida Blas Parera al 8100, en el norte de la ciudad de Santa Fe. Van chicos de todas las edades y clases sociales. "Muchos llegan de la calle y se los deja entrenar sin pagar la cuota", cuenta Naila para reafirmar la mentada frase de que el boxeo "es un lugar de contención para muchos pibes que quieren salir adelante".
—Lo importante es hacerlos sentir bien. Son muchos de 11, 12, 13 años. Hay que contenerlos y alentarlos a que no falten al gimnasio. Que vengan... como sea, no importa.
Naila resume que el Thunderbox “es como una linda familia”, porque siempre que estuvo triste allí hizo guarida: "El estar entrenando me pone la vida en pausa", destaca.
En honor a Matías
Previo a la incertidumbre por no anotar una victoria en su récord, su debut profesional fue esa espìna que más le costó sacar. Llegó a pensar que no llegaría, postergado por la pandemia y el espiral de una relación violenta que la mantuvo al margen de decisiones que priorizaran su carrera.
—Fueron tres años en los que luché para salir de una relación tóxica en la que sufrí violencia física y psicológica del padre de mi hijo. Eso mientras me ocupaba del nene porque él no dejaba de entrenar. Siempre se puso primero— denuncia Naila sobre un pasado "horrible" y en el que se sintió “muy sola”.
Una soledad recargada porque, al compartir casa y gimnasio, su situación doméstica no tardó en hacer metástasis: "Si alguien me apoyaba en algo, él me amenazaba", resalta.
Organizar un evento de boxeo profesional es caro en comparación de las ganancias que deja, más aún para quien se sube al ring, más aún si es mujer. Y por mucho que se destaque en el plano local, nunca será recompensada lo suficiente como para sobrellevar los meses que la separan del próximo combate. Aunque un poco menos, lo mismo sucede con los hombres.
Se depende mucho entonces de la performance de cada boxeador y de los contactos o la capacidad del manager para ser invitados en veladas ajenas, especialmente del exterior.
Esto último, sin embargo, solo es posible para quienes cuentan con un récord positivo. Naila, de 0-9-1 al momento de dejar la Argentina, estaba destinada a ser el fondo de peleas mal pagas y contra jóvenes promesas o debutantes, donde abundan fallos localistas.
Tomando conciencia de esta situación fue que decidió renunciar a su carrera en Argentina y probar suerte afuera. Le ayudó mucho el haber recompuesto la relación con su familia materna, de la que había llegado a sentirse “sapo de otro pozo”.
—Este último mes es el único en que me puse realmente como prioridad. Gracias a mi familia, a mi mamá. Siempre nos llevamos bien pero de chica la juzgue por enfocarse en su trabajo. Ahora entiendo que lo hizo para que yo tenga un futuro mejor. Es la mejor abuela, porque cuida de mi hijo mientras yo estoy en el exterior. Y su marido, José, es su figura paterna. El nene incluso le dice “papá” a mi padrastro— dice con orgullo Naila y agrega que Matías, su hijo, fue bautizado en honor a uno de sus hermanitos que falleció cuando era chica.
La victoria de Naila Peloso
¿Cómo llegó Naila Peloso a pelear en el exterior con récord negativo? Es una pregunta que le llega con frecuencia al mensajero de Instagram por boxeadores de todo el país. Por lo general, jóvenes con un techo poco rentable en el plano local pero el suficiente como para hacerlo rendir en donde el deporte convoca y se vive con mayor pasión, es decir, con más dinero.

Fue un salto al vacío que consistió en pasarse a la promotora del lituano Oscar Milkitas. Para ello, Naila debió renunciar a su carnet de la Federación Argentina de Boxeo (FAB), o sea que ya no es peleadora nacional sino europea. Requirió además un tramiterío que incluyó visado y pasaporte para una joven que nunca había salido del país, además de estudios del corazón, del cerebro, de la sangre y un test de embarazo.
Estaba corriendo un domingo por la noche cuando la detuvo el mensaje de Sergey, el reclutador de la promotora para la que ahora trabaja. Le preguntaba si estaba lista para viajar porque estaba todo preparado. "A la noche fui a entrenar y no comí del estrés", evoca sobre el día cero de su nueva vida.
A la madrugada viajó en micro a Buenos Aires y a las seis de la mañana llegó en Uber a Retiro. Ahí empezó el miedo.
—Nunca había entrado a un aeropuerto. No sabía ni qué hacer, la verdad. Me pararon como mil veces por mi cara de sorpresa y había mucha seguridad. Todo hasta que me subo a mi primer avión... ¡Estaba muerta de miedo! Cuando arrancó, lo primero que hice fue ponerme el cinturón y la verdad que no sé explicar las sensaciones, no lo creía. Nunca terminé de entender hacia dónde iba.
Viajaba a Inglaterra previa escala en México. Cuando llegó a migraciones se topó con la barrera del idioma. "No tenía traductora", se ríe. Allí estuvo más de una hora, "un quilombo", hasta que la rescató Milkitas. Presentó su carta de invitación y un boleto de vuelta a Argentina, lo exigido para ser admitida.
—El promotor me llevó a su casa donde conocí a su mujer y a su familia. Estuve un par de días ahí pero casi no salía de la habitación porque no entendía lo que hablaban.
Luego fue a Somersham, un pueblito de cuatro mil habitantes ubicado al sureste de Inglaterra, casi pegado a Birmingham y al norte de Londres. Allí vive desde entonces, en una casilla rodante ubicada en un “barrio gitano” que comparte con dos de sus cinco nuevos colegas argentinos con los que hizo tribu.
—Al principio caminábamos tomando mate y los vecinos del pueblo nos miraban raaaro, como si estuviésemos tomando alguna droga. Se notaba que no éramos de acá— dice casi tentada—. Pero son muy amables, se esfuerzan porque los entendamos. "Hola y chao", nos dicen. Es muy gracioso.
Rodeada de un paisaje rural que incluye una reserva natural junto a un lago en el que se puede navegar en piragua, lo que más disfruta son los árboles de pera, ciruela y cereza que abundan por el villorrio. Aún no se acostumbra, en cambio, a “lo gris” que resulta todo y a que las nubes estén tan cerca: “Son más densas y se ven grandes, es realmente una locura”, dice maravillada.
Idéntica sorpresa se llevó con el tipo y la calidad de entrenamiento en las sesiones de boxeo, que son a doble turno y están a cargo del mismo Oscar Milkitas que oficia como promotor y con el que se divierten haciéndole bailar cumbia.
—Aprendí otro tipo de técnica que consiste en boxear desde más lejos. A ellos no les gusta el estilo argentino porque aguantamos y somos más aguerridos, vamos para adelante. Acá no van a buscar la pelea de frente. Quedé muy asombrada— dice y agrega que también se sorprendió del tipo de vendajes utilizado, “mucho más acolchado”, y de que las peleas sean puntadas por el árbitro. “No hay jueces, es una sola tarjeta”, explica.
Pero si fue todo un cambio desde lo físico, lo fue aún más de lo mental: “Al principio me pasaban muchos miedos por la cabeza, pero siempre me terminé convenciendo de que vine acá a hacer las cosas bien y a cambiarme la vida”, dice.
Bajo ese objetivo llegó su debut internacional en Glasgow, Escocia, el 17 de mayo, ante la primeriza Frances Heath. Fue su primer combate a seis rounds (siempre lo había hecho a cuatro) y, como tampoco lo descartaba, pagó derecho de piso con un fallo localista.
—La segunda pelea sí, me ganó bien la chica (Liz Palmer-Couzens, también debutante). Era más alta y larga de brazos. La verdad que acá son muy altas y morruditas, pero no gorditas sino más bien fibrosas, con mucho brazo. Pegan fuerte.
Su tercera pelea fue ante Emily Whitworth, en Manchester, que llegaba con un récord de 1-0 y experiencia en el plano olímpico: "Era muy buena y no pude pararla. La corté y todo, pero no hubo caso", relata Naila.
Llegó entonces esa cuarta pelea, la de la victoria. Fue ante Jessica Woolfenden, también de récord 1-0, en Bolton y a cuatro rounds. Un trámite parejo.
—La trabajé bien y al fin me la dieron —resalta triunfal, para luego hacer su ansiado descargo—: Cuando dan el fallo me sorprendí, la verdad que me sorprendí. Yo decía: “Me van a dar un empate”. Me puse muy feliz, pero enseguida pensé en mi hijo. Se me vino a la mente porque miraba a los costados y no estaba. No sé por qué, pero yo solo pensaba en él. Me pesó mucho el estar sin él. Me considero buena madre porque desde el momento cero, estando embarazada, me iba al hospital sola. Pasé un embarazo bastante solitario porque mi pareja le dedicaba las 24 horas del día a su carrera. Y luego cuando me separé seguí trabajando, entrenando y con mi hijo por detrás. Lo extraño mucho, obviamente. Por eso cuando gané me sentía orgullosa, ya no quería irme sino hacer todo lo posible para traerlo.
Llegar a fin de mes
Lo que más le sorprende a Naila es que el sueldo le alcance para vivir. Con sus primeros ingresos en libras esterlinas conoció la independencia económica; cambió el celu y se compró unos auriculares que nunca imaginó tener.
Al plus de ganar cuatro veces más por pelea se le añadió la posibilidad de subirse al ring todas las semanas, algo impensado en nuestro país. Y si se agrega que vivir en Inglaterra le resulta más barato, el saldo brilla perfecto: se gasta menos y se gana más.
—Después de mi primera pelea le mandé plata a mi hijo… ¡y todavía tenía para mí!— cuenta sorprendida, y agrega: —La comida es mucho más accesible, por ejemplo, y me pude comprar un teléfono tres veces más barato de lo que se consigue en Argentina. Lo mismo con la ropa y la suplementación para entrenar... ¡cosas que en la vida me podría haber comprado!
Es que lo que ganaba por pelear en nuestro país se lo gastaba en una semana: “Para vivir no me alcanzaba. Daba clases, pero tampoco era suficiente. Me ayudaba muchísimo mi mamá, que ahora dejó de trabajar porque ya no lo necesito”, dice.
Y mientras narra su historia, Naila se convence de que todo aquello, lo lindo y lo feo, ahora forma parte de un mismo recuerdo que le permite pensar con claridad sobre lo que quiere para su futuro mediato. Ya no piensa en volverse sino en conseguir la estabilidad suficiente para llevarse a su hijo a Inglaterra, quizá a España, para terminar su carrera como boxeadora y después, por qué no, volverse a Santa Fe para poner un gimnasio en su (muy suyo) barrio Cabal.
Todo lo ve como parte de una misma lucha que, aunque interminable, ahora la atraviesa paladeando el dulce sabor de la victoria.







